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De San Nicolás al Jesús Obrero

Salimos de San Nicolás hacia el barrio Obrero, donde mi padre invirtió los escasos ahorros que su arte sartorial le había permitido, en una casa con dos patios enmosaicados y un solar que muy pronto mandó pavimentar para evitar los mosquitos, pero dejando a salvo el totumo.

3 de agosto de 2020 Por: Jotamario Arbeláez

Salimos de San Nicolás hacia el barrio Obrero, donde mi padre invirtió los escasos ahorros que su arte sartorial le había permitido, en una casa con dos patios enmosaicados y un solar que muy pronto mandó pavimentar para evitar los mosquitos, pero dejando a salvo el totumo. En patios tan grandes, no dejaba que mamá o las muchachas pusieran materas, porque le aflojaban la baldosa, decía. O porque el agua que de ellas resumiría hacia el sifón cuando las regaran fuera dejando una mancha. De modo que la naturaleza era escasa en esa casona. Para que no se dañaran las paredes, sólo permitió el ingreso cuidadoso de cuatro clavos, dos en la sala para la vitela del corazón de Jesús y una barca llena de náyades, y dos en el primer patio para la foto enmarcada de Olaya Herrera con la banda presidencial y otra de Gaitán cavilando.

La providencia nos salvó de la explosión de Cali en el barrio San Nicolás, que fue el más afectado. Con los camiones que cargaban la dinamita volaron casas, billares, el Teatro Roma donde habían estrenado Lo que el viento se llevó y Dios se lo pague, menos mal que no volé yo, no quedó vidrio sano, y hasta los 6 relojes alemanes de las torres de la iglesia se quedaron para siempre marcando la una de la mañana. La tía Adelfa y Picuenigua se habían trasteado a su casa sin terminar en el barrio Bretaña, y se llevaron con ellos a la abuela Carlota que cargó con mi hermano Jesús Antonio, o Toño, o Rupi, quien terminaría firmándose Jan Arb, apócope de su nombre, cuando se decidió a ser poeta, y mi tía adoptó a Martica, su preferida. Era una casa con dos cuartos, el de la pareja y la niña, el de la abuela y el onceañero, una amplia sala, comedor y cocina, y un solar donde acampaban los perros. No recuerdo donde encaletaba Picue las escopetas, el revólver, la peinilla y demás elementos de caza. Pues no mancaba fin de semana en salir a ello con sus amigos, pernoctando viernes y sábados, que era cuando pasaba turnado con sus otras mujeres, pues se vino a descubrir que cazaba piezas diversas. El tío Emilio había arrancado con Ismela, sus hijos y doña Laura suegra para San Cayetano. La tía Tina seguía viviendo con Luis Torres y sus tres hijos en la Avenida Colombia, a la vuelta del teatro del mismo nombre, con visibilidad a la pantalla por el hueco de los ladrillos retirados de la cocina, por el que la abuela se regocijaba viendo las películas al revés mientras lavaba platos.

Llegamos pues papá y mamá, y cuatro de mis hermanas, Stella, Graciela, Marucha y Elisa, al nuevo barrio en la 21 con 11D, que no gustan que evoque sino que cuente nuestra vida a partir de la casa de San Fernando, que lograron con sus esfuerzos, porque lo que fui yo no serví para nada hasta pasados los 30, por andar en mis rollos poéticos y sentimentales. Supe que la parroquia llamaba de Jesús Obrero, y como sabía que el Señor había sido más nadaísta que yo en sus andanzas, es decir que de obrero no tenía nada, supuse que era un homenaje providencial y anticipado a mi padre, que se llamaba Jesús y era un obrero de la hebra de hilo, de los paños y las tijeras.

Nuestro hogar, que llamaría La casa de las agujas, en sobre de carta que le dirigí a mi papá desde mi exilio en San Andrés, adonde me exportó el primer amor cuando me dio en la cabeza, y que incitó al cartero a decirle a una de mis hermanas que si lo invitaban a conocerla, pues no había visto en su trayectoria una nombradía más interesante, y ella desde luego le dijo que no, pero me contó, por lo que decidí que algún día escribiría la novela con ese título, cosa que se me está empantanando, pues eso fue en 1968. Nuestro hogar, fue la sede de la primera carga de libros, pues desde entonces comencé a adquirir uno diario, que eran baratos en la plaza de Santa Rosa, con lo que me economizaba del importe de los buses, que no usaba para ir al colegio, pues hacía el sacrificio del patoneo de varios kilómetros, aprendiéndome la lección mientras caminaba. (Continuará).

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