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Culebras en la Costa

Nuestros habitantes del agro se cuentan entre los condenados más condenados de la Tierra. No sólo no les hicieron la reforma agraria, sino que en sus precarios terrenos se les aposentaron guerrilla y contraguerrilla.

3 de julio de 2017 Por: Jotamario Arbeláez

Nuestros habitantes del agro se cuentan entre los condenados más condenados de la Tierra. No sólo no les hicieron la reforma agraria, sino que en sus precarios terrenos se les aposentaron guerrilla y contraguerrilla. De su suelo pusieron a brotar plantas heroicas precursoras de un conflicto que no les dejaba pegar los ojos. Les bombardearon las cosechas con letales glifosatos. Y entre las piedras por las que secularmente pasaban saltando, les sembraron minas quiebrapatas, que terminaron por ofrecernos la dolorosa postal de familias desmembradas de campesinos.

No es a ese tipo de ataques contra las extremidades inferiores a lo que pienso referirme. Tomando como base una picante y pretérita información de prensa, se comprueba que la realidad le da más largas a la imaginación que la fantasía. Si los burros de la Costa Caribe tienen fama de bien dotados, no menos fama tienen los costeños en general. No es extraño por ello que las primeras armas de los jóvenes apunten más a las burras que a las furcias*, a cual más exigentes. Sólo que las primeras se limitan a la faena.

De tal gracia de Dios (¡y Dios se la guarde!) disfruta nuestro envidiado Víctor Seña Bravura, agricultor y exagente de Policía, residente en la vereda Villavicencio, en jurisdicción de Lorica, quien a la caída de la tarde de un martes lontano se dirigió a “amarrar a su burra”, según notificó a su condescendiente señora, Gilma Fuentes Noble.

Ninguna mujer va a ser tan burra de sentir celos de otra. Sobre todo cuando no afecta la economía familiar. Por eso no se le hizo extraño que terminara gimiendo. Pero la escandalera al final no parecía de placer sino de dolor y pánico. Corrió a la ventana para asomarse, y el espectáculo real no podía ser más tremendo. Una enorme culebra mapaná-tigre estaba agarrada por las mandíbulas a la no menos respetable mondá pelá de su aterrorizado cónyuge -tal vez confundiéndola con un prospecto de parejo-, en un incontestable beso de amor. Al sentir el ofidio hembra que el campesino, en lugar de dejar que le chuparan trompa callado armaba tal alboroto y la zarandeaba, terminó por clavarle el colmillo con su veneno, y huyó sigilosamente de regreso hacia el paraíso.

No refiere el corresponsal si ella le aplicaría el primer auxilio recomendado por la Cruz Roja Internacional, que consiste en succionar la herida y escupir el tósigo. No debería estar don Víctor de humor para más chupalinas. El caso es que se echó en un hombro al cónyuge y en el otro su picoteado instrumento, y rauda se dirigió al hospital de San Vicente de Paul de Lorica, donde -a pesar de lo fatídico de la mordedura- los afanosos médicos consiguieron como pudieron y le aplicaron la dosis requerida de suero antiofídico, sintiéndose -ante el portento- en la obligación de preservar vida y milagros de semejante ejemplar mítico, un verdadero orgullo de la comarca.

El hombre declaró que no estaba haciendo aguas mayores sino menores cuando se topó con la sierpe en el pasto. Una peregrinación de curiosos de los tres sexos, no sólo lugareños sino turistas y corresponsales de prensa y revistas porno, se allegaron al hospital, en busca de autógrafos y fotos con el paciente. Quien se limitaba a esperar a que se le deshinchara para comenzar a posar y cobrar.

* Para que no me echen a mí el agua sucia de infundioso y difamador, me remito al cronista de Macondo, quien reporta el asunto. Dice que cuando José Arcadio Segundo se confesó, el padre le preguntó si había hecho el amor con animales, desconcertándolo, y que Petronio, el enfermo sacristán, le explicó que había cristianos corrompidos que lo hacían con burras. Que él iba los martes por la noche y que lo llevaba. Así ese martes marcharon a su destino con un banquito “que nadie sabía para qué servía”.

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