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Nuestro Francisco

He conocido a lo largo de mi vida -no tan corta como yo quisiera- a mucha gente importante de este país, tanto en la política como en el mundo empresarial.

18 de octubre de 2017 Por: Jorge Restrepo Potes

He conocido a lo largo de mi vida -no tan corta como yo quisiera- a mucha gente importante de este país, tanto en la política como en el mundo empresarial. Con algunos he alcanzado alto grado de amistad y procurado que esta polarización tremenda que hoy vivimos no me separe de camaradas que obcecados por la ideología derechista de Uribe, ven a los contrarios como emisarios del demonio.

Si hay una persona a la que desearía estrechar su mano y ser su amigo es el padre Francisco de Roux, sacerdote jesuita, integrante de conocida familia caleña - misterio de la genética, como decía el doctor Ernesto González Piedrahita cuando uno de sus toros salía tan diferente de sus compañeros de encierro- que ha dedicado su fecunda existencia a hacer de Colombia un país menos violento del que a él, a mí y a tantos otros nos tocó en suerte.

Ignoro la edad del padre De Roux, pero lo veo viviendo todo el largo proceso de violencia del que hemos sido testigos presenciales los colombianos que nacimos en la primera mitad del Siglo XX. No ha habido proyecto de paz de los últimos años en que este miembro de la compañía de Jesús no haya estado presente, y cuando los diálogos en La Habana parecían colapsar, ahí estaba su consejo sabio y oportuno para superar las disensiones hasta llevarlos a buen puerto. Sus columnas de los jueves en diario El Tiempo son cátedra de fe en Colombia.

Guardo bajo el vidrio de mi escritorio la fotografía en la que aparece el padre De Roux haciendo entrega a la exguerrillera Tanja Anne–Marie Nijmeijer del diploma que la acredita como ‘gestora de diálogo intercultural, construcción de paz y planificación territorial’, que ella y otros quince hombres y mujeres de las Farc cursaron bajo los auspicios de la Universidad Javeriana de Cali, cuyo rector es el sacerdote jesuita Luis Felipe Gómez.

Que una institución docente de la calidad de la Universidad Javeriana se haya comprometido a dictar el curso y luego diplomar a personas que tuvieron tanto protagonismo en el conflicto que sufrió Colombia por 53 años con ese grupo subversivo, es algo que dice bien de ese claustro, que se inspira en los preceptos de Ignacio de Loyola, con nicho en el santoral católico y fundador de la orden jesuita, que cuenta con más de 150 universidades en el mundo, e infinidad de colegios y escuelas, centros de investigación, parroquias, y organizaciones regionales. Hasta Papa propio tiene hoy.

Los dieciséis graduandos y los diecinueve certificados para acceder al bachillerato saben, con ese noble gesto de la Javeriana, que la sociedad colombiana los acoge con cariño y que está dispuesta a perdonar y olvidar el pasado para emprender con ellos, y con todos los compatriotas de buena voluntad, el tránsito hacia un futuro mejor.

Desde este espacio que generosamente me abre el periódico, quiero declarar al padre De Roux que él es para mí nuestro Francisco, un ser con alma tan grande como la del actual vicario de Cristo, cuya reciente visita a Colombia devolvió el sosiego a tanto espíritu exaltado, y recordó que la paz es el bien supremo de la humanidad.

Algún día he de estrechar la mano del sacerdote Francisco de Roux para expresarle la admiración y el afecto que siento por él, y para rogarle que siga ayudando a que esta patria común encuentre el clima de cordialidad para todos sus hijos. Mientras ese feliz día llega, solamente le digo: gracias, padre De Roux.

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