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La marcha

Nunca he creído que las marchas, como esa del 1° de abril tan promocionada en las redes sociales, sirvan para algo, ni siquiera para elevar el posicionamiento en las encuestas de quienes las promueven.

5 de abril de 2017 Por: Jorge Restrepo Potes

Mientras el Presidente estaba en Mocoa atendiendo la inmensa tragedia que cayó sobre la capital de Putumayo, cuando tres ríos se desbordaron y arrasaron todo lo que encontraron en su ominosa creciente, en algunas ciudades del país compatriotas suyos exigían su renuncia con gritos destemplados y consignas cargadas de agravios que muestran el odio que Álvaro Uribe ha logrado insuflar en el alma de sus seguidores.

Nunca he creído que las marchas, como esa del 1° de abril tan promocionada en las redes sociales, sirvan para algo, ni siquiera para elevar el posicionamiento en las encuestas de quienes las promueven. Cada cierto tiempo, algún energúmeno convoca una marcha con cualquier propósito. A veces terminan los almacenes siendo víctimas de los vándalos que las aprovechan para sus fines delincuenciales. No recuerdo en Colombia ninguna marcha que haya logrado un resultado efectivo.

Esta que acaba de pasar, animada por esos ínclitos próceres de la decencia, Álvaro Uribe y Alejandro Ordóñez, de quienes los colombianos tenemos claramente definidas sus características personales y políticas, lleva a pensar que ese par de caballeros con tantas manchas en sus vidas, no tiene autoridad moral para invitar a la gente a marchar contra la corrupción, ellos que cuando fue presidente el uno y procurador el otro, dejaron a su paso por esos elevados cargos una estela de conductas más propias de república bananera que de un país regido por normas democráticas.

Yo quisiera que algún uribista desprevenido -¿lo habrá?- me respondiera esta pregunta: ¿Qué sacaron con esa marcha?, porque no veo que ninguno de sus aviesos propósitos se haya cumplido. Ni Santos renunció, ni la reforma tributaria se reversó, ni el proceso de paz con las Farc regresó al inicio de las conversaciones en La Habana. Entonces, ahí lo que hubo fue la lucha estéril, que es la que no se le perdona al hombre, según el célebre aforismo.

A algún marchante le aconsejé que con tanta energía desbordada debieran, con Uribe a la cabeza, seguir raudos hacia el Putumayo a colaborar en las operaciones de salvamento de tanta gente que quedó sin hogar, con sus seres queridos muertos en la avalancha, tantos heridos y tantos desaparecidos. Eso sí tendría el reconocimiento de esta patria que el carismático líder alega amar.

De las marchas famosas -para que tomen atenta nota los intrépidos que descaradamente usaron las camisetas de la Selección Nacional de Fútbol que es patrimonio de todos y no del uribismo- solo la historia registra estas tres: la Marcha sobre Roma de Mussolini en 1922, que puso al Duce a la cabeza del gobierno italiano; la Gran Marcha de Mao en 1946 que lo sentó en el solio chino; y la Marcha sobre Washington de Martin Luther King en 1963 que obligo a Estados Unidos a aprobar la Ley de Derechos Civiles que permitió que los negros tuvieran los mismos derechos que los blancos.

Esas marchas tuvieron propósitos definidos que fueron obtenidos por sus promotores. La que vimos ahora en Colombia fue un simple canto a la bandera sin consecuencia alguna, salvo la de que pudimos darnos cabal cuenta de que no son tantos como creían que eran. Y de malas, porque marchar vociferando consignas de odio contra las instituciones en momentos en que Colombia miraba aterrada la tragedia de Mocoa en la televisión, demostró la insensibilidad de los participantes, que han debido aplazarla para una fecha menos impropia.

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