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Diagnósticos chimbos

El hombre regresa desmoralizado a Colombia. El club Millonarios se interesó en él, y sus médicos declararon que Román estaba en perfecto estado de salud, lo ficharon y ahí está jugando.

27 de octubre de 2021 Por: Jorge Restrepo Potes

No pongo comillas al adjetivo del título pues Germán Vargas Lleras le dio ingreso a sociedad porque con esa palabreja señala en sus columnas dominicales las actuaciones del Gobierno o del Congreso: chimbas las medidas del Ejecutivo; chimbas las leyes que salen del Capitolio.

Antiguamente era mal visto su uso pues se la relacionaba con las partes pudendas del varón. Con el correr del tiempo, el cheque sin fondos era chimbo.

Hoy quiero compartir dos ejemplos de diagnósticos médicos chimbos, en uno de los cuales fui protagonista.

El primero. Andrés Felipe Román, un futbolista de buenas condiciones a quien echó ojo el Boca Juniors de Buenos Aires, que le ofreció jugoso contrato. Viajó al Sur y como es de rigor, fue sometido a exámenes médicos. Los galenos conceptuaron: miocarditis. No debe jugar fútbol porque puede morir en la cancha.

El hombre regresa desmoralizado a Colombia. El club Millonarios se interesó en él, y sus médicos declararon que Román estaba en perfecto estado de salud, lo ficharon y ahí está jugando.

El segundo. Soy hijo único y en esa condición gocé de todos los privilegios, pero también tuve la sobreprotección materna, que al primer estornudo me llevaba al facultativo.

A poco de cumplir 10 años, una noche le dije a mamá que tenía dolor en las corvas y que me sentía afiebrado. Padres y abuelos entraron en pánico. Me trajeron a Cali a consulta con el doctor Juan Vargas Gutiérrez, médico antioqueño graduado en Alemania.

Vargas me examinó. Suba y baje rápido las escaleras del consultorio, y concluyó: este muchacho padece de fiebre reumática, que le ha causado un soplo en el corazón. No puede regresar a Tuluá. Tiene que guardar cama sin ni siquiera ir al baño.

Me instalaron en casa de unos parientes, y al catre. Cada seis horas una toma de salicilato, un polvo atroz que mamá disolvía en agua, y una de las dosis era a las 2 a.m., hora en que ella me levantaba la cabeza para darme la pócima. Cuatro meses duró la estada en Cali, al cabo de los cuales Vargas extrajo las amígdalas, que según él eran las causantes de la enfermedad.

Cuando me llevaron a Bogotá a iniciar el bachillerato, me vieron los dos más reputados cardiólogos de Colombia: Ramón Atalaya y Luis Guillermo Forero Nougués, y ambos coincidieron con el diagnóstico de Vargas. Me pusieron duras restricciones: no deportes, no piscina, no caminatas largas, en fin, me convirtieron en un anciano de 12 años.

Mi papá averiguó que en México estaba el mejor cardiólogo del Continente, el doctor Ignacio Chávez, y armó viaje con mamá y el párvulo. Llegamos a la capital azteca y entramos al Instituto Nacional de Cardiología, que fundó y dirigía el doctor Chávez. Tras cinco días de exámenes vino el diagnóstico: “Con mucha pena con mis colegas colombianos, este chamaco no tiene ni ha tenido nunca ni fiebre reumática ni soplo en el corazón”.

Papá Fico, como yo lo llamaba, le preguntó si podía seguir estudiando en Bogotá, 200 metros más alta que Ciudad de México. El científico respondió: “pues nada, si quiere puede mandarlo a estudiar a la cima del Himalaya”. Diez años después, en un congreso de cardiología que hubo en Bogotá, papá y yo fuimos a saludar a Chávez en su hotel. Al verme -y yo ya convertido en adulto- exclamó: “Este es el chamaco de la equivocación”.

Hoy, con tantos años encima, mi ‘mango’ sigue latiendo perfectamente, gracias a los buenos oficios del doctor Adolfo Vera Delgado.

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