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La última cena

La historia es esta. El chef René Redzepi de Noma, el restaurante en Dinamarca que ha sido considerado por revistas y críticos como uno de los mejores del mundo, decidió dejar Copenhague para abrir un lugar durante sólo siete semanas en Tulum.

9 de julio de 2017 Por: Jorge Ramos

Tulum, Quintana Roo. Nunca había comido así. Ni comeré. Fue una de esas cenas irrepetibles. Pero les cuento, porque escribir es una forma de compartir.

La historia es esta. El chef René Redzepi de Noma, el restaurante en Dinamarca que ha sido considerado por revistas y críticos como uno de los mejores del mundo, decidió dejar Copenhague para abrir un lugar durante sólo siete semanas en Tulum. (‘Pop-up restaurants’, le llaman en inglés a este tipo de proyectos. Antes Redzepi lo han hecho en Sidney y en Tokio.) El pasado diciembre puso a la venta por internet 7000 lugares en Tulum, a 600 dólares cada uno, y se vendieron todos en dos horas.

El gasto y la apuesta eran grandes; Redzepi no llegó solo. Se trajo a su familia y a un centenar de empleados de su restaurante. Transformaron un estacionamiento en la zona turística de Tulum en un verdadero laboratorio de experimentación gastronómica.

Las mesas sobre la arena estaban ahí. La cocina abierta también. Pero Redzepi y sus asistentes se pasaron meses explorando los platillos e ingredientes típicos de la península de Yucatán. Después vino la revolución.

Se trataba de sentir a México con otra boca. La pregunta va mucho más allá de la cocina: ¿Qué puede hacer un extranjero con las mismas cosas que tenemos aquí los mexicanos?

El resultado fue una verdadera revelación. Redzepi y su equipo probaron la misma comida con la que yo crecí en México, pero la vieron con nuevos ojos. La deconstruyeron, la repensaron, la armaron con precisión de ingeniero, y la presentaron de una manera muy novedosa.

Me sirvieron muchas flores, en sopa y como entrada: flores que, antes de esa cena, sólo hubiera visto como decoración. Me comí de tres mordidas un salbute (o tortilla inflada) con chapulines y chupé un alga marina inyectada con una michelada (o cerveza preparada).

Probé un ceviche de plátano con algas y bananas al pastor. Nunca había saboreado un pulpo más suave que el ‘dzikilpak’ que pasó enterrado horas en una vasija de barro y envuelto en masa.

Los cinco acompañantes en mi mesa llegaron un poco escamados porque iban a comer escamoles (o larva de hormiga). Pero este plato prehispánico fue servido en una tostada y rodeado de pequeñísimas hojas de la región. Fue una inesperada delicia.

Comí cocos tan suaves que su carne parecía gelatina. Lo convirtieron en algo trópico-nórdico con caviar escandinavo.

La salsa del mole negro, en lugar de servirla con pollo, la pusieron sobre una hoja santa horneada. Lo más reconocible fueron unos taquitos de ‘cerdo pelón’, entre crujientes y suaves, en franco homenaje a la cochinita pibil. De postre nos dieron helado de aguacate a la parrilla y chocolate enchilado.

No soy crítico gastronómico, y casi no tengo sentido del olfato (debido a tres operaciones de nariz). Pero cada uno de esos platos tiene su historia y razón de ser. Me limito a describir lo que vi y degusté.

Desde la cocina se oían gritos de entusiasmo cada vez que se ordenaba o salía un plato, mientras cuatro yucatecas hacían las tortillas a mano. Los meseros -jóvenes y conscientes de ser parte de algo muy especial- eran precisos con las palabras y enamorados de su comida.

¿Por qué trabajas con René? le preguntaron a uno. “Porque nos obliga a buscar la excelencia”, fue su honesta respuesta.

Me tocó estar ahí la noche en que Noma cerraba sus puertas en Tulum. Cuando salió de la cocina el último postre hubo brindis y risas. “We did it”, (“Lo logramos”) dijo Redzepi.

La lección es cómo un grupo de extranjeros vio a México como el mejor lugar del mundo para un gran experimento. Con lo mismo que tenemos, hicieron algo totalmente distinto. Cuando ellos hablan de México no piensan en las narcofosas, las trampas electorales, el espionaje o la corrupción. No, ellos piensan en un México de infinitas posibilidades y recursos, casi mágico, alegre, solidario y con “el servicio más bonito del mundo”, como dijo un hotelero estadounidense que estaba presente.
Ojalá todos los mexicanos pudiéramos ver a México con el optimismo, respeto y esperanza con que Redzepi y sus amigos nos ven a nosotros. Al despedirme, le di un abrazo al chef y le dije: “Gracias por dejarme ver a mi país de otra manera”.