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El arte de matar

Madrid– El toro sabe que está a punto de morir. Le...

24 de julio de 2011 Por: Jorge Ramos

Madrid– El toro sabe que está a punto de morir. Le quedan segundos de vida. Lo han arrinconado. A cada lado tiene un torero ondeándole el capote, su cola pega contra los maderos del corral de la plaza y frente a él está el rejoneador, quien se ha bajado del caballo, y tiene su espada lista para matar. Por algo se llama rejón de muerte. Un chorro de sangre, producto de tres banderillas y un rejón de castigo mal colocado, le rueda por su torso. Más de 500 kilos de furia han quedado reducidos a un amasijo de músculos lacerados y un par de ojos aterrados. El toro se está desangrando y tropieza sin caer. Pero el matador no lo dejará morir así. Quiere volverle a clavar la espada, tras la nuca, y derrotarlo. Prueba una vez más y falla. El toro no cae. Trata de nuevo y el toro se derrumba sobre su espalda, con las cuatro patas al aire. El mediocre matador sube ambos brazos y el mentón, esperando el aplauso de miles de espectadores que pagaron hasta US$100 por boletos para ver la tortura y asesinato de seis toros. No recibe mucho. Algunos aplausos cortos y secos. Sale por un lado del ruedo, cabizbajo. Sabe que lo hizo mal. Aún así, quien murió es el toro, no él. Lo que habla de la gigantesca desventaja en la corrida: un mal matador vive, un buen toro muere. Mientras tres caballos arrastran el toro muerto, uno de sus cuernos deja un largo surco sobre la arena. Un grupo de hombres arroja arena sobre la sangre derramada, como si trataran de maquillar una cicatriz. Son casi las ocho de la noche, pero el sol no se quiere enterrar en Madrid. La mitad del público de la plaza se quema irremediablemente a pesar de los sombreros y abanicos con que se cubre. La corrida apenas ha comenzado; cinco toros más serán lidiados antes de que la tarde haya terminado. Durante una visita reciente a Madrid, mi hijo, de 12 años, me pidió que fuéramos a ver una corrida. Yo tenía mis dudas, pero él insistió y era absurdo ocultarle lo que puede ver en su laptop en YouTube. Esa tarde no había corrida de toros, era rejoneo, una corrida en la que el rejoneador, montado a caballo, incita, esquiva, y evita una y otra vez la embestida del toro. Clava las banderillas en el lomo del animal, y finalmente lo mata, preferiblemente montado. Tengo que reconocer que tiene su gracia y talento esta danza de la muerte, aunque el resultado es totalmente predecible: El toro siempre muere. Y si sus largos cuernos ponen en peligro la vida del hombre o del caballo, tres toreros con capas color rosa entran corriendo al rescate. El primer rejoneador de la tarde fue patético. Los otros dos, en cambio, fueron bastante mejores en el arte de matar. Acercaron peligrosamente sus aterrados caballos al toro sin que recibieran un solo rasguño, y ejecutaron el lance final, el rejón de la muerte, desde su caballo, no a pie. Uno de ellos, incluso, recibió una ovación y una oreja en premio por su faena. Mientras veíamos la corrida, el horror en los ojos de mi hijo, tras la muerte del primer toro, se fue transformando en una cansada resignación. Tras el cuarto toro nos salimos. Habíamos visto suficiente. La lección había quedado sellada con sangre; hay gente que mata por gusto. Desde luego, podemos argumentar que esta masacre forma parte de una centenaria tradición cultural muy ligada a la historia del país que visitamos. Pero, al final de cuentas, pagamos por ir a ver matar animales. Reconozco un cierto grado de hipocresía al criticar la llamada fiesta brava y, al mismo tiempo, comer carne, usar zapatos de cuero y tener una hermosa chaqueta argentina. Mi absurda justificación: siento que no ver como matan a la vaca que me como y que me viste me distancia y exonera de su brutal ejecución (aunque yo sea su beneficiario final). Hay, sin embargo, algo fuera de lugar y moralmente condenable en convertir la muerte de un animal en espectáculo, y en aplaudir el sadismo contra los animales, como lo hace el público en las corridas. Al ser testigo de esa muerte soy, también, su cómplice. Estoy seguro, aunque no tengo como medirlo, que quienes hacen daño a los animales son también más propensos a la violencia contra otros seres humanos. Confieso que vi morir cuatro toros, despiadada y lentamente, y que no hice nada para evitarlo.