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Un chicle bajo el sol

Eliene tiene 12 años y casi siempre está peinada con trenzas. Es...

3 de septiembre de 2013 Por: Jorge E. Rojas

Eliene tiene 12 años y casi siempre está peinada con trenzas. Es flaca, de ojos negros. Sus dientes son grandes y blancos, como esos chicles que venden en los semáforos. Cuando sonríe se ven insospechadamente bellos. Y entonces algo en sus ojos negros se endulza, se refresca. Su sonrisa borra el mal sabor que guarda dentro, ese secreto amargo que desde hace tanto lleva encima. Pero aquello dura poco, la sonrisa. Es cosa de un rato antes de que se derrita. Es como un chicle bajo el sol.Hace poco más de un año tuvo que ver lo que ningún niño debería; el hombre que vivía con su mamá atacándola a golpes: puños, patadas, insultos. Ese día Eliene y su hermana Jolethny, que apenas le lleva 2 años, terminaron encima del tipo, abrazadas a sus piernas, prendidas de sus manos, rogando que se detuviera. Deyanira Cuan, la mamá de las chicas, estaba tendida en el suelo, con un brazo partido, inconsciente por la golpiza. Cuando conocí a Deyanira la sutura de su brazo izquierdo aún estaba fresca. Nos vimos en una casa de Siloé donde vivía de alquiler, tiempo después de que el hombre al fin fuera capturado por la Policía. A Deyanira, entonces, le preocupaba la suerte de sus niñas, lo que pasara por sus cabezas. La mujer se ganaba la vida limpiando casas, lavando ropa, haciendo oficios para los que necesitaba sus dos manos enteras. Pensar en un tratamiento para sus hijas era pues imposible. Y lo sigue siendo. Desde ese día hasta ahora pocas cosas han cambiado. Solo una. Quizás un milagro:Recomendada por un sicólogo del centro de salud, Deyanira empezó a buscar actividades para sus hijas. Las niñas, después de todo aquello, hablaban poco, nunca reían. Una vez, cuenta Deyanira, su hija mayor le dijo que todos los hombres le parecían malos. Pero apareció la música. Y algo en ellas, en sus palabras, empezó a sonar distinto. Gracias al convenio que la Fundación Sidhoc tiene con el colegio donde estudia Eliene, la nena empezó a tomar clases de violín. Jolethny escogió la batería. Cuando explica las razones por las cuales escogió el violín, algo en ella se enreda entre una mezcla de entusiasmo y vergüenza que la atraganta. Es como preguntarle a un niño por qué come chocolate justo cuando tiene la boca toda untada. Eliene, pues, engolosinada pensando en el instrumento, dice solo algo: “me hace feliz”. Sus dientes, blancos como chicles de cajita, refrescan su historia. El talento de la pequeñita tiene un tamaño suficiente como para que los profesores quieran vincularla a la Orquesta Sinfónica de Siloé. Ellos, los profesores, le han dicho a Deyanira que su hija tiene un oído especial. Incluso le recomendaron que la llevara a presentar audiciones al Conservatorio, seguros de su talento. La sonrisa de Deyanira, expuesta y dulce mientras cuenta la historia, también se extravía pronto. El milagro de la música ha ocurrido con instrumentos prestados. Eliane no tiene un violín. Nunca lo ha tenido. A veces, en su casa, ensaya movimientos simulando que lleva uno sobre el hombro izquierdo. Entonces mueve los dedos sobre el diapasón imaginario y la melodía que solo ella escucha devuelve el tiempo, la convierte de nuevo en niña, a salvo de monstruos bajo la cama. Allá arriba en Siloé, la música es un cazador de monstruos. Pero eso, claro, muchos no lo saben. Creen que en esa ciudad que a tantos obliga a voltear la mirada, solo pueden sonar disparos y gritos y madrazos, nada bueno. Nunca un violín. Nunca un milagro. Si hubiera más gente que lo supiera, quizás habrían más sonando. Quizás el de Eliene, que por ahora solo se escucha como un chicle derritiéndose bajo el sol.