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Más bacana que Miami

La chuleta que le hacía la mamá, doña Carmenza, empanizada y bien...

7 de marzo de 2016 Por: Jorge E. Rojas

La chuleta que le hacía la mamá, doña Carmenza, empanizada y bien sequita, servida con arroz blanco y tostadas de plátano que por encima llevaban una untadita de mayonesa. El atollado de la abuela y la lasaña de pollo también, ¡claro pana!, pero nada como esa chuleta.Un amigo de un amigo, le cuento, que se fue por el hueco para los Estados Unidos y duró veinte años sin poder venir a Cali, pasó todo ese tiempo añorando el sabor de una presa de Kokorico; cuando al fin pudo volver, uno de los primeros gustos que se dio fue ir a uno de los restaurantes, pedir un pollo entero, y comérselo de una sentada. El Mono, que lleva 19 años al otro lado y ya hizo su vida allá, en los días más bravos que tuvo de trabajo, cuando al principio el sueño americano se le arrugaba en las manos lavando platos y carros, limpiando alfombras y descargando camiones, viviendo de arrimado, en esos días podía pensar en la chuleta de doña Carmenza y devolverse a Cali en un bocado imaginario que le ayudaba a aguantar todo lo que como inmigrante también se estaba comiendo.Invocar ese sabor era permitirse un regreso sin escalas al tiempo y lugar de la despreocupación más feliz que tenga memoria. El barrio. A los 14-15. Verse ahí con esos años, inmortal en el polideportivo después de hacer seis goles en un partido donde le salieron todas; incluso que la peladita más linda haya estado viendo el picado, para en la nochecita mandarle a decir que todos los goles fueron por ella. Volver al tiempo en que el mundo era un lugar completo, con don Rubiel, su papá, todavía vivo y despachando desde el almacén de telas en Buga.Darle un mordisco de ficción a esa chuleta le permitía a El Mono escaparse a sextiar, mientras recibía una pila de platos engrasados para lavar. A los 40, el hombre es de los caleños que llevan incorporado ese verbo a la vida, que en sus años más insolentes se patoneó la Avenida Sexta, del Teatro Calima al Dari Frost, y del Dari, algunas veces, muchas veces, hasta rumbas fantásticas que empezaron en la desprevención de una póker fría para la sed.Y al sextiar, volver a todo lo que lo salvaba en medio del exilio. Recordar la vida de antes, cuando sobre la cabeza no llevaba un número sino un nombre. Y sobre el nombre la chapa amorosa que le dio su mamá: Mono. Mono por rubio y no por mico, como entendían los gringos cuando el inglés no daba para revertirles el chiste. Caminar por ahí y sentir el aire moviéndole el pelo, que no es cuento ni pinche, porque en verdad no es el mismo que en otros lugares. Quizás porque aquí, por más afán que haya, siempre hay tiempo para verlo y dejar que él lo vea a uno, tomando Popular con pandebono caliente y buñuelo recién salido de la Kuty.Y al pagar, recibir ¡alaorden papi, con gusto!, enredado en la devuelta. Salir a la esquina y encontrar un minutero. Y poder hablar con un amigo a cambio de una moneda de 200. Tener la certeza de que en caso de un trasteo a las nueve, ese amigo va a estar ayudando desde la ocho. Y al caminar por ahí, verlos a todos. A los amigos de siempre, los del barrio, a su hermano Juan Carlos, tan juicioso, que es arquitecto, los consejos de don Rubiel, almorzar con él en el centro, llegar a la Plaza de Cayzedo y encontrar a los truqueros buscando incautos, darle vuela a dos canastas de gaseosa y sentarse con un amigo a ver pasar la vida por el andén. Como era antes. Cuando el mundo estaba completo. Por eso, dice El Mono, estacionador profesional de carros y exacomodador de comensales en restaurantes exclusivos, Cali es más bacana que Miami: allá nadie hace la chuleta como doña Carmenza.