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Cali y Bogotá

Mientras Bogotá vivió una fase de auge en el último lustro del...

9 de julio de 2012 Por: Gustavo Moreno Montalvo

Mientras Bogotá vivió una fase de auge en el último lustro del siglo pasado, Cali inició un retroceso en gestión municipal, y sólo ahora hay indicios de reversión. La capital lleva tres gobiernos distritales desacertados, incluido el actual. Sus habitantes, que creían vivir en un enclave del primer mundo, lamentan la incertidumbre que les induce su impredecible alcalde. Los problemas de ambas municipalidades, sin embargo, obedecen a la misma causa: la debilidad del diseño institucional del país. Es acertado que haya elección popular de alcaldes. Quienes la rechazan aluden a un pasado cuyo examen no es feliz. Había inestabilidad porque el nombramiento requería apoyo de directorios políticos. El problema radica más en la ausencia de estrategias de desarrollo que tengan en cuenta las ventajas comparativas de cada región, y en el pésimo diseño de lo público en Colombia, cuyo resultado es un Legislador en entredicho, una Justicia inoperante y una administración caótica. Las ciudades y las regiones en este contexto sólo progresan hasta cierto punto o retroceden. Cali debe ser un elemento importante en la integración del país a la cuenca del Pacífico. Su resultado está atado al de Buenaventura, que debe ser polo de progreso en el largo plazo. Bogotá debe ser el vínculo del resto de Colombia con la epopeya del Llano. Ambas ciudades deben tener un papel central en los procesos de construcción de conocimiento necesaria para lograr la prosperidad sostenible. Ninguna puede plantear un esquema totalmente autónomo. La tragedia de ambas ciudades es que el país no ofrece políticas de Estado que permitan hacer apuestas serias, ni en el plano individual del desarrollo personal de cada ciudadano, ni en el plano empresarial de la estrategia de negocio bajo el marco de un proyecto de región. Los gobiernos ofrecen ilusiones, pero ninguno asume compromisos de largo plazo. En eso Colombia contrasta de manera desfavorable con Chile y Perú, cuyas estrategias de desarrollo han sido las mismas desde hace años, lo cual les ha producido crecimiento sostenido, y en años recientes mejor distribución del ingreso y, sobre todo en Chile, reducción de la pobreza.La vanidad pierde al ser humano. Nuestros presidentes llegan al cargo convencidos de que recetas fáciles los van a asegurar la eternidad. Se embelesan en su narcisismo y se ocupan en defender su capital político en un país sin derrotero, como señaló Alejandro Gaviria en reciente columna en El Espectador. Ninguno pone en tela de juicio la razonabilidad de su papel y del esquema en que está montado. Creen que pueden lograr resultados sin método ni reglas claras. Lo curioso es que no se percibe el absurdo de esta expectativa ni la necesidad de inducir racionalidad en nuestros procesos públicos, para encontrar el derrotero hacia la prosperidad. ¿Cambiará esta situación?