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La fama es una carnicería. Una navaja filosa que rebana las carnes de quienes se animan a probarla

12 de agosto de 2018 Por: Gustavo Gómez Córdoba

La fama es una carnicería. Una navaja filosa que rebana las carnes de quienes se animan a probarla. Le pasó a Jesús Hernán Orjuela, a quien la televisión convirtió en el padre Chucho y llevó a las esquivas alturas del rating, desde las que lo dejaría caer estrepitosamente.

El telepadre volvió a su vida normal, pero el aguijón farandulero deja dosis de veneno que parecen no diluirse. Su más reciente resbalón fue el anuncio de una petición para exorcizar el Palacio de Nariño, actividad que habría lucido más en los discursos de Ernesto Macías que en la boca de un cura con pinta de eterno adolescente.

Chucho estaba signado desde el bautizo: ¡llamarse uno Hernán Orjuela y triunfar en la pantalla es una ‘Buenaventura’! Así que vale permitirse aquí la licencia de tender puentes imaginativos entre el padre Lankester Merrin de El Exorcista y el padre Chucho.

Merrin, a diferencia de Chucho, se ocupaba de asuntos particulares, a petición de la señora McNeill, acosada por las extrañas actitudes de su hija Regan. Lo de Orjuela iba a desarrollarse en el terreno de lo público y, además, con un velado mensaje: despojar a la Presidencia de los humores malsanos que allí deambularon durante ocho años (para los antiuribistas, fue la del 7 de agosto la verdadera posesión demoníaca).

Iván Duque tiene derecho a ser católico y ponerse en manos de sacerdotes. Los ministros pueden ser budistas, musulmanes, animistas, hinduistas, zoroastristas o mormones. Y los generales están en su derecho de creer que la pluma de un Midas de las novelas baratas de ciencia ficción es palabra sagrada.

La Constitución de 1991 garantiza la libertad de conciencia y a nadie se le puede molestar por sus creencias. La Corte Constitucional dejó en firme que este es un Estado laico, con el Sagrado Corazón de Jesús atravesado por la inexequibilidad. Los funcionarios tienen derecho a profesar su fe, pero ella no puede regir sus actos. ¿Recuerdan a Alejandro Ordóñez?

No es obligatorio que las religiones afincadas en Colombia tengan, por ejemplo, ritos de unión entre personas del mismo sexo. Son clubes privados y, con respeto a las buenas costumbres, determinan sus reglas.

El Estado sí está obligado a reglamentar este y otros derechos.
No es mandatorio que todo el mundo quepa en las Iglesias, pero sí en la Constitución. Incluidos, claro, Jesús Hernán Orjuela y Hernán Orjuela Buenaventura. Amén.


***
Ultimátum.

En abril, Juan Manuel Santos habló frente a la comunidad judía. Dijo que de niño aprendió a admirar el nacimiento de Israel y que su tío abuelo abrió las puertas de Colombia para los judíos que huían de Europa.
Cito palabras de Héctor Abad: “Sabíamos del antisemitismo grotesco de Laureano Gómez, de los Leopardos, del canciller Luis López de Mesa, pero era mucho menos claro que el presidente Eduardo Santos (…) se manchara también las manos —indirectamente— de sangre judía, al aplicar despiadadas políticas restrictivas para el ingreso al país de judíos durante su mandato. (…) Y más todavía su abuelo, Calibán, Enrique Santos Montejo, que escribió en El Tiempo que ‘el judío de la Europa central representa uno de los tipos humanos más bajos’”.
También aseguró el hoy expresidente que su Gobierno solo reconocería al Estado palestino como fruto de un proceso de paz con Israel. Pero lo hizo a días de dejar el mandato, y por debajo de la mesa. Con razón los judíos no creen en santos, intermediarios de origen humano siempre a merced de tentaciones como la política y la deslealtad.

Sigue en Twitter @gusgomez1701