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¡Protesto!

La reglamentación de la protesta, al menos entendida como una discreta manera de limitar un derecho, flota en el aire cada vez que enfrentamos una situación en la que esta natural manifestación de inconformismo desemboca en riesgo para los ciudadanos.

29 de septiembre de 2019 Por: Gustavo Gómez Córdoba

La reglamentación de la protesta, al menos entendida como una discreta manera de limitar un derecho, flota en el aire cada vez que enfrentamos una situación en la que esta natural manifestación de inconformismo desemboca en riesgo para los ciudadanos.

La Constitución, en su artículo 37, la contempla y permite, en el entendido de que se trata del simple reflejo normativo de un derecho del que gozan todos los miembros de la sociedad. El límite, como bien sugiere la Carta, tiene que ver con que se haga de manera pacífica y con eventuales (por lo general odiosos) desarrollos legales.

Eso de pacífico es un concepto que pareciera de una simpleza evidente, pero, si así lo fuera, no llevaríamos doscientos años de vida republicana haciéndonos daño, maltratándonos, irrespetándonos y aceptando las ideas de los demás solo cuando son un calco perfecto de las nuestras.

La propuesta de reglamentación del ministro de Defensa, Guillermo Botero, por bien intencionada que esté podría abrir las puertas de una serie de peligrosas castraciones a una garantía constitucional de carácter fundamental. Y su origen está ligado a la impotencia de las autoridades para enfrentar situaciones que superan el derecho a la protesta.

Dicha intención de legislar parte para algunos de un hecho bien controvertido: la protesta solo tiene tal carácter cuando representa el interés de grandes sectores de la sociedad. Si el presupuesto básico es que solo es aceptable una protesta cuyo objeto anime a las mayorías, ¿no es válida entonces, por ejemplo, la que ejerzan veinte profesores de un colegio público que publicitan la vulneración de sus garantías laborales?

Claro que es válida. La de veinte, la de diez o la de tres personas. Más allá del asunto o del número de sujetos que disientan públicamente, bien valen unas cuantas preguntas para animar el debate:

Una persona que usa explosivos y los arroja contra otros seres humanos, independientemente de que tenga matrícula universitaria, ¿protesta pacíficamente? Un manifestante que, sin haber informado a la autoridad, bloquea una vía de uso común causando perjuicios a los demás, ¿protesta pacíficamente? Un individuo que destruye vehículos de servicio público, rompe vidrios y mancha paredes, mientras enfrenta con agresividad a los policías, ¿protesta pacíficamente? La gente que agrede a los demás y les produce heridas, ¿protesta pacíficamente? Enviar mensajes con amenazas a quienes circulen durante una protesta de transportadores y hacer efectivas esas acciones el día señalado, ¿se inscribe en el marco de lo pacífico?

Y del lado de la Fuerza Pública que acompaña a quienes protestan, bien valen también un puñado de consideraciones. ¿Debe la Policía abstenerse de entrar al campus de una universidad, como si se tratara de un territorio vedado para la autoridad? ¿Está en capacidad la Policía de emplear tácticas y elementos de disuasión cuando una protesta pacífica deja de serlo y toma connotaciones violentas? Si una manifestación se sale de madre y pone en peligro vidas y bienes, ¿hay que abstenerse de enfrentar a quienes ejercen el terror?

Protestar es un derecho que encuentra sus límites, sin necesidad de normatividades adicionales, cuando pierde el carácter pacifista.

***

Ultimátum. Tan válido protestar como preguntar. Plantear en esta columna preguntas es una manera de protestar pacíficamente contra quienes creen que la Constitución y el derecho a la tranquilidad ajenos son una insignificancia.

Sigue en Twitter @gusgomez1701