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Marchando en reversa

La fórmula de las marchas y protestas está inventada. Ha tenido pocas variaciones en los últimos tiempos.

17 de noviembre de 2019 Por: Gustavo Gómez Córdoba

La fórmula de las marchas y protestas está inventada. Ha tenido pocas variaciones en los últimos tiempos. Con la excepción de algunos esfuerzos de unir a la gente en torno a la idea de paz, suelen ser un salpicón cuya última cucharada nos deja amargo sabor.

Sindicatos y organizaciones de trabajadores las tienen por día de faena. Uno al que asisten todos y en el que no se admiten ausencias. De trabajar cualquiera se excusa, pero nadie se priva de no hacerlo y de exhibir en público malestares que sus líderes no han podido resolver.

El descontento es algo que los colombianos llevamos en la sangre. Y no poca sangre nos ha costado exponerlo, sobre todo tentando a la ley. Tal vez por ese panorama eterno de no resolución, de inefectividad de la protesta, es que terminan convertidas en un espectáculo grotesco, de violencia y caos, que se monta especialmente para los medios de comunicación.

O para las redes y los celulares de los usuarios, porque de un tiempo para acá los periodistas que cubren el malestar social son tratados con la misma amabilidad que le demostraría Hitler a un rabino. La prensa era bienvenida y ahora es blanco.

Claudia López, alcaldesa electa de Bogotá a quién en campaña le iban armando enredos por marchar, suele decir que en Colombia todo nos llega tarde. Tiene razón. Incrustados como vivimos en nuestros ombligos, la modernidad nos pasa por delante y no nos montamos en ella porque estamos trepando al bus de la intolerancia.

Ahora parece llegarnos como eco la idea de que lo verdaderamente importante de las marchas no es protestar, sino destruir. Y hacerlo con la misma efectividad que en latitudes cercanas. Países vecinos se deshacen frente a nuestros ojos y vemos en la debacle un modelo digno de aplauso.

Enfrentados a los desastres que se vaticinan para el 21 de noviembre, algunos grupos de ciudadanos se han dado a la tarea de organizarse en cuerpos de supuesto carácter pacifista para “defender la democracia” y todo lo que se desprende de una forma de gobierno cada día más arrinconada. La democracia tenía enemigos que hoy ceden ese rol a los propios demócratas. Ahora el enemigo está adentro.

Peligroso ejercicio que nos presentan como de espíritu cívico pero, sabemos, envuelve el riesgo que siempre existe cuando jugamos a tomarnos la ley por mano propia. La debilidad del Estado lleva décadas dictándonos la tarea de organizarnos para la defensa, y de cuando en vez la historia nos hace un doloroso corte de cuentas.

Suplantar al Estado no resulta la manera más inteligente de fortalecerlo, así que los patrióticos esfuerzos de estos colombianos “preocupados” podrían ser la antesala de episodios que lamentaremos. Seguimos siendo una colosal colección de intereses oscuros que se resiste a tomar el camino de la civilización.

Nos acostumbraron al atajo y a las vías destapadas, de hecho, y no hemos aprendido a enfocar energías, para bien, como un grupo de objetivos comunes. Somos pésimos para construir sociedad y talentosos para amangualarnos en grupúsculos.

Como sucede cada tanto en nuestra desajustada historia republicana, estamos listos para aprender con dolor las lecciones que dejará el 21. Y, qué ironía, para repetir no dentro de mucho los errores de ese día. Nacimos para caernos; no para caminar. Nacimos para marchar; no para avanzar.

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Ultimátum.
Triste país este que nos tocó en suerte, en el que la palabra ‘patriota’ cada vez emociona menos y asusta más.

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