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Genocida

Mientras la mayoría de los grandes depredadores lucían esplendorosos, nuestros antepasados se parecían más a dictadores tropicales tipo Ortega o Maduro.

1 de julio de 2018 Por: Gustavo Gómez Córdoba

Thomas Hobbes popularizó en los mil seiscientos una frase acuñada por Plauto, mil ochocientos años antes: homo homini lupus (“el hombre es un lobo para el hombre”). En su comedia Asinaria afirma que “lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es su semejante”. Hobbes la utilizó para recalcar el carácter egoísta del ser humano, mismo que trata de corregirse con las reglas de la vida en comunidad.

La locución explica siglos de violencia, despojos y atropellos protagonizados por homo sapiens, autodenominado rey de la creación que, en efecto, se comporta como lo han hecho la mayoría de los reyes que moran los rincones del calendario. Ojalá el problema del exitoso primate se circunscribiera al egocentrismo. Pero no. Lo plantea con ingenio y humor negro Yuval Noah Harari en su libro De animales a dioses: breve historia de la humanidad.

Harari es un académico israelí que, después de especializarse en historia formal del mundo, terminó interesándose en historias de antes de la historia. El libro, que en inglés se titula Sapiens: a brief history of humankind, explora los puentes que se tienden entre la historia y la biología, con afirmaciones que desde hace un lustro ha desatado debates de alto calado.

Asegura Harari que los humanos prehistóricos eran animales insignificantes, con escaso impacto en el medio ambiente. Mientras la mayoría de los grandes depredadores lucían esplendorosos, nuestros antepasados se parecían más a dictadores tropicales tipo Ortega o Maduro.

En razón de que la tolerancia no ha sido precisamente una de las características del homo sapiens, convivimos en años sin testigos con parientes como los neandertales, el homo soloensis o el homo denísova. Con ellos, nuestros antepasados seguramente tuvieron sexo y también debimos haber jugado rol protagónico en su extinción. Somos genocidas por naturaleza, expertos en arrasar con toda manifestación de vida que se nos oponga o no nos sea útil.

Sapiens se convirtió en lo que es hoy en virtud de su enorme capacidad de cooperación. Los grupos de otros animales logran poner de acuerdo, como máximo, a unas cuantas docenas de miembros de su especie. Sapiens consiguió saltar del último pupitre de la clase a primera fila gracias a su capacidad de inventar ‘realidades’ (compartidas por vía oral y luego escrita) que terminaron siendo incluso más significativas que las cosas de verdad. Contar historias que son aceptadas como ciertas por millones de individuos es el secreto de nuestro cuestionable triunfo.

En el mundo real no hay dioses ni ángeles, no hay fronteras ni naciones, no hay dinero ni bolsa de valores, no hay castas ni sangres mejores que otras, no hay títulos de propiedad ni sociedades anónimas, no hay sistemas legales ni constituciones, no hay justicia y ni siquiera existe eso que llamamos derechos humanos. Todo lo hemos inventado, y nos hemos asegurado de que los mitos que presentamos como reales sean, como dice Harari, el pegamento de nuestra arquitectura social. Por eso, una decisión judicial injusta vale más que un río.

“El hombre es un lobo para el hombre”, decimos sin advertir las amplias calidades que tienen los lobos, y de las que nosotros carecemos. El hijo de Dios no es más que un asesino ecológico en serie que justifica su podredumbre amparándose en historias y figuras que no existen en el universo. Solo en su cerebro, repleto de neuronas y de egoísmo.

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Ultimátum. 
País injusto en el que conocemos los problemas de los municipios cuando se marca un gol.

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