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Encapuchados

No se puede ser terrorista y estudiante, como no es posible ser lobo y oveja a la vez. Un carné en la billetera no es patente de corso para delinquir.

7 de abril de 2019 Por: Gustavo Gómez Córdoba

Diera la impresión de que a la autoridad le ayudara la imprecisión del lenguaje cuando no hay precisión en las acciones. Alcaldes, gobernadores y comandantes de la Fuerza Pública, al enfrentar hechos como los que hemos visto en el Cauca y, esta semana, en la Universidad del Valle, le responden a la ciudadanía más con verbo que con hechos. Y, como lo comentábamos en pasada columna sobre la intolerancia (elegante rebautizo de la violencia urbana), se amparan en el eufemismo y no en la exhibición de resultados.

Liliana Arias, vicerrectora académica de la Universidad del Valle, pide no satanizar la institución por la acción de una minoría de vándalos. Satanizar es una palabra castiza que, sin embargo, mejor quedaría en boca del superior de una universidad católica y que no debería encontrar cabida en el campus de una pública, que orbita en la estructura educativa de un Estado laico.

Recordó Arias que el campus abarca un millón de metros cuadrados y de allí la dificultad para controlarlo. Como los gobernadores, que descargan su inacción en el tamaño de los departamentos; como los presidentes, que se excusan en las magnitudes geográficas del país. Arias experimenta la impotencia propia de toda autoridad criolla, siempre escasa de respuestas.

¿Podrían entrar o fabricarse explosivos frente a las narices de los rectores de las universidades privadas? ¿Sería natural que una persona entrada en años se matriculara una y otra vez en una institución privada, sin que fuera objeto de lupa o tatequieto? ¿Dejarían las privadas que en sus instalaciones se dieran enfrentamientos violentos con la Policía y destrucción de las instalaciones?

Los estudiantes merecen trato de estudiantes cuando lo son. No cuando no lo son. Para los estudiantes este país, con sus limitaciones, dispone protección y recursos; para quien subvierte la ley y atenta contra la seguridad del colectivo social, está la fuerza del Estado, de los códigos y de los jueces. No se puede ser terrorista y estudiante, como no es posible ser lobo y oveja a la vez. Un carné en la billetera no es patente de corso para delinquir.

Es la blandura e ineficacia de las autoridades la que nos entrega el vago mensaje de la ‘existencia de encapuchados’, sin que se nos diga quién los financia o qué órdenes acatan. Como si la capucha no la llevaran los terroristas, sino, por ejemplo, los alcaldes, que enfrentan a ciegas la responsabilidad de impedir la violencia que brota de universidades que operan en sus ciudades.

Si en desarrollo de las protestas mueren quienes fabrican explosivos destinados a herir o asesinar, hablamos todos de una ‘manipulación de artefactos explosivos’. Con palabras desarmamos la trascendencia de los hechos: quienes se mofan del código penal son calificados en esta esquina de la civilización como protagonistas de ‘expresiones de inconformidad y rebeldía’. ¡Un poco más y se les llamará próceres del mundo libre!

Hemos pasado de ‘la justicia es para los de ruana’ a que el peso de la ley y la autoridad se reserve para quienes precisamente cumplen la ley y acatan a la autoridad. Colombia es el paraíso de la inversión de los valores. Lo que aquí es cotidiano y natural, en otras latitudes equivaldría a regalar lingotes a los ladrones de banco o premiar con bonos a los funcionarios corruptos.

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Ultimátum.
¿Alguien sabe el porcentaje de desmovilizados que integran las unidades de desminado?

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