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¡Devuelvan los escoltas!

ntiendo que muchos colombianos quieran mantener sus esquemas de seguridad a toda costa. Incluso cuando los problemas que originaron su otorgamiento ya no existen. Y digo que comprendo, porque al entregarlos se exponen a vivir como lo hacemos todos los demás.

16 de abril de 2017 Por: Gustavo Gómez Córdoba

Entiendo que muchos colombianos quieran mantener sus esquemas de seguridad a toda costa. Incluso cuando los problemas que originaron su otorgamiento ya no existen. Y digo que comprendo, porque al entregarlos se exponen a vivir como lo hacemos todos los demás.

Agradezco y valoro el trabajo de las personas que se juegan la vida cuidando la de otros. Y señalo a ciertas figuras públicas que abusan de este privilegio, pues, como me contaba un exdirector de la Unidad Nacional de Protección, en este país se asignan los esquemas con relativa facilidad, pero sólo un milagro logra que alguien renuncie a ellos.

Estamos hasta la coronilla de excongresistas, excontralores, exprocuradores, exministros, exgobernadores, exalcaldes, exconcejales y, en suma, exfuncionarios (así como miembros de la Fuerza Pública en uso del retiro), que conservan un cuerpo de protección que se justificaba cuando estaban sometidos al peligro propio del ejercicio de sus cargos y que hoy, pasados los años, se ajusta más a la vagabundería que al riesgo.

Caso aparte el del otrora diputado del Caquetá, Pablo Álvarez, que según la Fiscalía, convenció a sus escoltas de coger a tiros el carro para fingir un atentado y no perder su esquema. O el de Martha Elena Díaz, defensora de derechos humanos, que habría pagado para que le dispararan y así fingir un ataque que le garantizaba pasear protegida de nada. Vergonzoso e indignante.

Los procesos de evaluación que logran sustentar la decisión de limitar o suspender estos escoltas, por lo general terminan estrellándose con repugnantes ejercicios privados de “usted no sabe quién soy yo”.
Los “personajes”, molestos con el retiro de los esquemas, hacen valer sus contactos, “palancas” o apellidos, y desarrollan una mezquina intriga que, con una pizca de altivez y otra de extorsión, hace que sigan protegidos sin necesitarlo.

Tener escoltas representa para estos huérfanos del poder la manera de exhibir socialmente un brillo que perdieron. Contar con un carro blindado y un puñado de hombres armados les ayuda a mandar a los demás el mensaje de “sigo siendo”. Escoltas que, en definitiva, terminan ocupándose de diligencias familiares, llevando perros al veterinario, haciendo mercado con la esposa del protegido o trasteándolo a los restaurantes de moda, cuando no congelándose entre el carro mientras el “personaje” coctelea.

Defienden a la gente, no de las balas, sino del qué dirán. Se hacen insustituibles en ciudades escasas de estacionamiento callejero, habida cuenta de que la tacañería de sus protegidos impide el pago de parqueaderos. Porque, eso sí, cuentan con recursos pero no pagan seguridad privada. El Estado está para cuidarles, además de la vida, el efectivo.

Y por estar ocupados protegiendo a vejestorios burocráticos y farsantes de postín, los funcionarios entrenados en seguridad no pueden cuidar a personas como Claudia Rodríguez, asesinada por su exmarido en un centro comercial repleto de gente que andaba de compras mientras los escoltas cargaban sus paquetes.

La vida en Colombia no vale nada. Lo que sí vale es la comodidad de un grupúsculo de privilegiados que no entiende algo básico: su soberbia se paga con la tranquilidad de otros.

En este país todos necesitamos protección, pero de la fanfarronería, que aquí se da silvestre.

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Ultimátum.
¿Ya le llegaría a Piedad Córdoba el vídeo de los huevazos a Maduro sin edición bolivariana?

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