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Piense usted en cómo titularía un libro que resumiera lo que somos los colombianos; con pecados y virtudes, reflejando esa profunda inclinación a escribir con la mano y borrar con el codo, plasmando la...

1 de septiembre de 2019 Por: Gustavo Gómez Córdoba

Piense usted en cómo titularía un libro que resumiera lo que somos los colombianos; con pecados y virtudes, reflejando esa profunda inclinación a escribir con la mano y borrar con el codo, plasmando la propensión a la vía necia y sangrienta para resolver los problemas. Nota: los colombianos entendemos resuelto un problema cuando hacemos lo que se nos viene en gana y nos salimos con la nuestra.

El escritor Ricardo Silva Romero eligió titular ‘Historia de la locura en Colombia’ a la selección de sus mejores columnas durante la última década (más un prólogo de cien páginas). Acertó. Dirán los doctos que locura es un término desaconsejado desde la perspectiva de los trastornos mentales. Puede que sí, pero el castellano de todos los días, ese que podemos hablar sin pedir cita con especialistas (la dan para cuando uno ya está muerto), entiende a la locura como la privación del juicio, la comisión de desaciertos o la conducta anómala que causa enorme sorpresa.

Esta última acepción es increíblemente precisa: lo que hoy nos causa sorpresa, al otro día se eclipsa por algo aún más inverosímil. Por eso se tomaron el Palacio de Justicia en un acto que parecía inconcebible en 1985. Por eso los militares suspendieron en el poder a Belisario Betancur. Por eso libraron en el escenario de la Justicia una batalla campal que ni en el monte habían dado.

Hay más: por eso ardió el Palacio. Por eso gente que salió con vida se esfumó entre el camuflaje de la jungla bélica. Por eso tras la retoma entraron con mangueras y trapeadoras a hacer aseo, como quien limpia una oficina y no una escena del crimen. Por eso la tragedia de Armero libró a Betancur de dar más explicaciones. Y por eso, tres décadas después, la ciencia forense asegura que nadie desapareció. ¡Qué locura!
Docenas de personas murieron en el Palacio y sus restos fueron desestimados, manipulados o tratados como desechos. Algunos de los que sobrevivieron, nunca llegaron a sus casas, seguramente porque fueron sometidos a tortura y asesinados. Una cadena de torpezas civiles, arrogancias castrenses, estulticia guerrillera, intereses del narcotráfico, blandura presidencial, fuerza desmedida y, a fin de cuentas, montañas de colombianadas teñidas de sangre.

El país está loco, como dice Silva, pues como locura puede catalogarse que la guerra termine para que sigamos en guerra, que la guerrilla se desmovilice para crear otra guerrilla, que los sublevados entreguen las armas para que en las regiones los reemplacen nuevos delincuentes y, ahora, ellos mismos. Ah país de orates, donde los que animan la guerra son tenidos por cuerdos.

Pobre país que, anota Silva, “ha sido al mismo tiempo una Semana Santa eterna y un carnaval interminable”. Tres lustros antes que Silva, Fernando Garavito (periodista, columnista, ‘poetista’) decía: “Qué se puede esperar de un país donde la vida importa un higo y la muerte un adarme; qué de un lugar que está hecho de luz y vive en perpetuo interrogatorio, siempre oculto, siempre acorralado; qué se puede esperar, en fin, si no esperamos nada, si estamos tan cansados de esperar sin espera, en agonía”.

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Ultimátum.
Con un discreto balance de gestión en su primer año, ojalá el presidente Duque tenga la entereza de no escuchar las voces que le recomiendan capitalizar la coyuntura para ceñirse la corona de guerrero implacable. Esa corona, sabemos, suele ser de espinas. Y no queremos más sangre.

Sigue en Twitter @gusgomez1701