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En tiempos de discusión sobre la viabilidad de la cadena perpetua, pareciera que más bien tuviéramos que dedicarnos a luchar por que se impongan las penas no perpetuas.

21 de julio de 2019 Por: Vicky Perea García

Colombia es una isla. Y no en el sentido convencional. Hay que echar mano del censo, y no del diccionario, para redefinir el sentido de la palabra: somos 48 millones de personas rodeadas de impunidad por todas partes. Con algo de indulgencia reconozcámosle al desprestigiado censo que llegamos a los 48,2 millones, pero las precisiones sobran, máxime cuando se tiene en cuenta que un aterrador porcentaje de la cifra vive de la ilegalidad. Y lo hace porque es una actividad rentable y amparada por la incompetencia oficial.

Rentable porque quien se dedica al delito en cualquiera de sus innumerables categorías puede contar con facilidades y condiciones únicas para desarrollar su tarea sin sobresaltos. Sobran asaltos y escasean altos y frenos a la ilicitud. Reconozcamos, eso sí, los importantes avances que hemos tenido en las últimas décadas en materia delictiva.

Antes la impunidad estaba reservada a los actos delictivos de gran nivel y organización. Por eso los encopetados banqueros se robaban los ahorros de la gente y no les pasaba nada. Por eso la guerrilla asesinaba, narcotraficaba o secuestraba y podía mantener un boyante paraestado.
Por eso los carteles del narcotráfico florecieron, primero con boato y evidente descaro, y después con la discreción propia de las pequeñas unidades de negocio.

El avance en cuestión tiene que ver con que la capa de la impunidad lo cubre ahora todo: del gran calado al raponeo de celulares. Esta semana dos episodios de la cotidianidad nos confirmaron que la ley es de icopor; la autoridad de balso y que la ciudadanía agotó la paciencia.

Luisa Umaña, una usuaria de servicio público, registró con la cámara de su celular a una banda que acababa de hurtar el teléfono de otra pasajera. Harta de tanto descaro los puso en evidencia. Algo similar hizo Milena Hoyos, una madre que presenció el operar de una banda de ‘rompevidrios’ y fue directo a la policía a poner en conocimiento de ellos lo que estaba sucediendo con descripción del hecho y detalles del sitio.

¿Y todo para qué? Para que los delincuentes recuperaran la libertad en cuestión de horas. Hoyos incluso reveló que al día siguiente uno de los sujetos estaba en el mismo semáforo eligiendo víctimas. El hampa asusta; la maldad aterra. Pero lo verdaderamente duro es la indolencia de las autoridades, la respuesta paquidérmica de quienes tienen el deber de protegernos y el cinismo de los delincuentes, siempre seguros de que pueden evadir la ley.

Atrapados estamos en la tormenta perfecta: policías mal entrenados y sin mística, escasez de operadores que se encarguen de los trámites sin equivocarse en los procesos de judicialización, administradores de justicia indolentes y autoridades que desestiman las denuncias o maltratan a quienes las presentan.

En tiempos de discusión sobre la viabilidad de la cadena perpetua, pareciera que más bien tuviéramos que dedicarnos a luchar por que se impongan las penas no perpetuas. Penas del día a día que no se cumplen, que no se aplican, que nadie acata. En este país la gente honesta está condenada a la cadena perpetua de la impunidad. Y esa pena sí que la cumplimos todos.

***

Ultimátum.
No nos vengan con el argumento destemplado de que a los congresistas hay que pagarles monumentales salarios para evitarles la tentación de robar. La sola comparación de lo que gana la gente, quebrándose la espalda, con lo que nuestros parlamentarios devengan por hacer más bien poco, ofende.

Sigue en Twitter @gusgomez1701