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Angelical follón

La audiencia en la Corte Constitucional sobre redes sociales y límites a la libertad de expresión es una reedición de la trasnochada discusión bizantina sobre el sexo de los ángeles.

3 de marzo de 2019 Por: Gustavo Gómez Córdoba

La audiencia en la Corte Constitucional sobre redes sociales y límites a la libertad de expresión es una reedición de la trasnochada discusión bizantina sobre el sexo de los ángeles. Sobre todo en épocas en que pululan los expertos en saber de los ángeles hasta sus nombres. Y no es una sandez eso de invocar ángeles con nombres: nominar es una manera de dotar de existencia a lo que no tiene otra sustancia que la del pensamiento o la fe.

Aquí, referencia directa a un ángel de nombre confiable: hace poco escuché una de las promociones del programa Hora 25, que conduce Ángels Barceló en la Cadena SER de España. Con mucha gracia, el locutor le pregunta a una oyente qué sentiría si tuviera que hablar en un teatro con un aforo de 500 personas. “Una gran responsabilidad”, contesta. ¿Y si fueran dos teatros? “Más responsabilidad”. El locutor, con gracia y tino, lleva las cosas hasta revelar que Barceló habla todas las noches ante 2004 teatros llenos, el equivalente de su audiencia.

Si lo aterrizamos en Colombia, lo que dice Daniel Samper Ospina en YouTube lo compromete ante 1233 teatros. Lo que escribe Álvaro Uribe Vélez en Twitter lo compromete ante 9640 teatros. Lo que Falcao monta en Instagram lo compromete ante 22.800 teatros. Y lo que teclea Luis E. Quintero, que comenzó a seguirme en redes mientras escribo esta columna, lo compromete ante al menos tres filas de un teatro. Y los cuatro, célebres o desconocidos, comparten responsabilidades semejantes.

No desestimo el debate sobre la interacción con las nuevas tecnologías y sus cuantiosas aristas: fake news, calumnias virtuales, campañas de desprestigio, matoneo y acoso, retransmisión de materiales falsos o publicaciones con seudónimo. Pero lo clave es que todos tenemos un ineludible compromiso con esos ‘teatros’, y nuestra actuación, estelar o de reparto, afecta al prójimo.

Para molestia de algunos encopetados colegas, suelo decir que el periodismo es un oficio y que, desde esa perspectiva, los periodistas nos parecemos a los zapateros: desarrollamos una actividad diaria de la que derivamos el sustento y que, aunque puede estudiarse, se aprende mejor con la práctica y la repetición de buenos modelos. Ambos oficios tienen un componente ético. La diferencia es que cuando un zapatero es deshonesto, perjudica a veinte o treinta personas; si un periodista es turbio, afecta a miles de teatros.

Funciona de manera similar, en términos de responsabilidad y reparación, para cualquiera que opine, informe, agreda, revele, acuse, plantee, adule o pregunte a través de las redes sociales. Así como el telescopio es una extensión del ojo, los aparatos de que nos valemos diariamente para expresarnos no son nada diferente a una prolongación de lo que llevamos dentro. Y, por íntimo que sea, al hacerlo público derivan de cada palabra e idea compromisos concretos.

Muchos creyentes, sobre todo cristianos, se alarman cuando oyen decir cosas que encierran alguna connotación negativa, pues aseguran que las palabras tienen poder. Cierto. Las palabras tienen un poder inconmensurable, ya sea para la creación o para la destrucción. La tecnología es un arma cargada. Cada quien decide si la lleva al cinto o la apunta a la sien. Y responde.

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Ultimátum.
Antes de salvar a Venezuela, presidente Duque, salve a Cúcuta. Le queda más cerquita.

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