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La cosa va mal

Más allá de los indicadores hay razones estructurales para presagiar que al país le esperan malas épocas en la economía y, de paso, en la construcción de un régimen político capaz de depurar sus vicios.

15 de septiembre de 2017 Por: Gustavo Duncan

Más allá de los indicadores hay razones estructurales para presagiar que al país le esperan malas épocas en la economía y, de paso, en la construcción de un régimen político capaz de depurar sus vicios. Volver a crecer como se hizo la década pasada va a ser muy complicado a menos que los precios de las materias primas, en particular del petróleo, vuelvan a estar por las nubes o a menos que un sector de la dirigencia se comprometa en realizar cambios estructurales.

¿Qué es lo que está tan mal? A raíz de la Constitución de 1991 al Estado le asignaron una nueva serie de responsabilidades dirigidas a proveer servicios y bienes públicos. El principio detrás de las nuevas responsabilidades era la construcción de un Estado garantista que asegurara los derechos de la ciudadanía y la inclusión social. Pero que con el tiempo la suma de tantos derechos y responsabilidades llevaron a un crecimiento desbordado del gasto público.

En sí, como porcentaje del PIB, el gasto del Estado colombiano no es particularmente alto, sobre todo si se compara con el mundo desarrollado. El problema es que es demasiado alto con la tasa de recaudación. El sector formal de la economía, aquel que cumple las normas y paga impuestos, es muy pequeño para sostener el tren de gastos que adquirió el estado a partir de la Constitución de 1991.

Cuando los precios del petróleo estaban disparados la situación no era tan crítica porque el Estado tenía una fuente de recursos para financiarse. En el momento que finalmente los precios cayeron, el país se estrelló con la realidad: no hay manera de sacar más recursos del sector formal, el gasto es insostenible y su ejecución por la clase política implica enormes dosis de despilfarro y desviación de recursos estatales.

La razón es contundente. La Constitución de 1991, aunque incrementó el gasto por las nuevas responsabilidades asignadas, también tercerizó muchos de los servicios del Estado. Contratistas, consultores y trabajadores temporales fueron necesarios para cumplir las obligaciones. Fue la gran oportunidad para la clase política de manejar no solamente decisiones de poder, sino decisiones concernientes al manejo de una porción importante de la economía del país, aquella relacionado con la contratación pública.

Por supuesto, el criterio detrás de las decisiones en la gestión de la contratación no era el de la eficiencia económica. Primaba el enriquecimiento personal, la construcción de una base de clientelas políticas y el desvío de rentas para financiar las campañas. Al final, el grueso del gasto no se traducía tanto en inversiones que generaran capital en el largo plazo como en transferencias que impulsaban el mercado local mientras el estado financiara las obras.

Al mismo tiempo, en el país se expandía el sector informal para satisfacer las necesidades de trabajo y de ingresos de amplios sectores que no tenían los medios ni la demanda para actuar en la formalidad. Este sector no paga impuestos, pero no controla la clase política por ser irregular. Le toca aceptar la corrupción y el clientelismo para subsistir.

Con un amplio sector de la economía bajo el control de la clase política y otro compuesto por el sector informal es muy difícil que el país construya la infraestructura y atraiga la inversión privada necesaria para reemplazar el petróleo y volver a crecer a tasas aceptables para reducir la pobreza.

La cosa va mal.

Sigue en Twitter @gusduncan