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En varias columnas me he referido a que atribuir el conflicto en Colombia al hambre de tierras por campesinos despojados es una explicación incompleta.

19 de junio de 2020 Por: Gustavo Duncan

En varias columnas me he referido a que atribuir el conflicto en Colombia al hambre de tierras por campesinos despojados es una explicación incompleta, que desvía el foco de muchos otros mecanismos con mayor incidencia tanto en las causas como en la duración del conflicto.

Es cierto que las fallas del Estado por definir los derechos de propiedad de la tierra han llevado a muchos episodios de violencia. También que la desigualdad en la distribución de la tierra ha alcanzado niveles escandalosos. Pero para las insurgencias marxistas el tema de la reforma agraria siempre estuvo supeditado a otros objetivos políticos. La idea era primero hacer la revolución y luego resolver el asunto de la tierra.

Tampoco es cierto que el paramilitarismo tuviera su origen en la defensa de la tierra por latifundista. Si bien élites regionales con grandes propiedades crearon grupos armados, lo hicieron más para protegerse del secuestro y la extorsión que para evitar que sus tierras fueran repartidas entre los campesinos. Más aún, campesinos pobres como Hernán Giraldo y Ramón Isaza se convirtieron en feroces paramilitares simplemente para poder sobrevivir, no como un proyecto de acumulación de tierras.

Es cierto que el despojo de tierras fue real. Acumular propiedades se convirtió en un botín de guerra incluso para la guerrilla. Había que asegurar recursos y, claro, la fortuna personal de muchos comandantes.
Sin embargo, era principalmente una consecuencia de la guerra: no se tomaron las armas para repartir o tomar tierras sino que luego que un actor se encontraba con el poder en una zona aprovechaba para acumular la riqueza que estuviera disponible, en muchas zonas lo único que estaba a la mano era la tierra.

En realidad la economía política del conflicto colombiano rebasó rápidamente el tema de la tierra. Nuevas formas de producción se volvieron mucho más rentables. Producir riqueza del agro en medio de la guerra era muy complicado. Salvo algunos enclaves agroindustriales, lo único viable era la ganadería, cuyos retornos eran sumamente bajos y sus encadenamientos con el resto de la economía muy limitados.

En cambio, el narcotráfico, la corrupción con los recursos públicos, las rentas mineras, el robo de gasolina, entre otras actividades, eran exageradamente rentables y proveían a las comunidades de ingresos para participar en los mercados. Los campesinos cocaleros no resolvían sus problemas de tierra pero sí de consumo. Igual pasaba con muchos habitantes de zonas bajo el control de guerrillas, paramilitares y mafias, que veían cómo los mercados locales operaban precisamente por las economías que sostenían la guerra.

Por supuesto, sobrevivir en medio del conflicto era una odisea que cada tanto acababa en tragedia. Pero en términos económicos lo apremiante era conseguir ingresos para consumir. La tierra importaba si se podía convertir en una herramienta para producir estos ingresos.

Más que hambre de tierra lo que hay en las regiones colombianas es hambre de consumo. La gente quiere sentirse incluida en los mercados. Y un favor más grande a la reparación, la reconciliación y la no repetición se hace llevando el capitalismo legal hasta la periferia, en sociedades donde por pura evolución natural la figura tradicional del campesino va a desaparecer. Las nuevas generaciones quieren una vida distinta a la de sus padres, más integradas al mundo a través del consumo.

Sigue en Twitter @gusduncan