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Delito y rendición

En Colombia muchas actividades económicas que constituyen un delito tienen su justificación moral en la desigualdad y las injusticias de la sociedad.

27 de octubre de 2017 Por: Gustavo Duncan

En Colombia muchas actividades económicas que constituyen un delito tienen su justificación moral en la desigualdad y las injusticias de la sociedad. En vez de ser vistas como actividades que trasgreden las leyes, son vistas como mecanismos de redención social. Los ejemplos de estas actividades saltan a la vista: en cualquier lugar se encuentran vendedores callejeros, mercancías de contrabando, piratería, venta de votos, etc.

La situación refleja una particularidad del orden social. Quienes están en la parte de debajo de la pirámide no son tanto explotados como excluidos por las élites y el poder formal. Es muy difícil hablar de una oligarquía que despoja el grueso de la riqueza nacional cuando el 60% del empleo es informal y casi un 40% de la producción proviene de economías subterráneas. De hecho, si se les exigiera a las empresas formales que redistribuyeran la riqueza entre sus trabajadores, el problema de la desigualdad continuaría porque la repartición no tocaría a más de la mitad de la población.

La tolerancia de los colombianos con las actividades que transgreden las normas formales tienen, por consiguiente, su origen en el reconocimiento que el aparato económico legal y formal no es suficiente para incluir ni siquiera a la mitad de la población. Tiene entonces mucho sentido político la tolerancia. Para evitar calamidades y eventualmente rebeliones sociales es mejor dejar que la gente de un paso más allá de lo permitido por la ley.

Lo irónico es que a pesar de que el país político es consciente de la situación, es muy pobre la representación ante los cuerpos democráticos de los sectores que viven por fuera del orden formal. La clase política tradicional se aprovecha de la situación para comprar los votos de los excluidos. Mientras tanto, la izquierda se ha empecinado en interpretar los conflictos sociales como el resultado de la explotación de los ricos de siempre. No son capaces de aceptar que precisamente por la ausencia de este tipo de explotación los excluidos son explotados por actores mucho más oprobiosos como políticos que los convierten en sus clientelas o mafias que organizan las ventas de contrabando y la piratería.

Al día de hoy un debate refleja la incapacidad y la indolencia de la clase política para resolver la situación de los excluidos de la economía formal. Los cocaleros hacen parte de ese amplio sector de colombianos que si bien incumplen las leyes, de un modo u otro tienen una justificación en la falta de opciones para integrarse a los mercados. Es muy difícil argumentar que un campesino se desplaza hasta una selva, lo más alejado posible del Estado, y se dedica a sembrar coca para volverse millonario. Son determinadas circunstancias de exclusión las que explican su decisión y no la codicia. Sus ganancias son apenas suficiente para la subsistencia de la familia. De pronto sea posible comprar una moto y un celular. No mucho más.

Más infame es que como resultado de esa exclusión hayan sido vulnerables a la explotación de las guerrillas y ahora de las disidencias de las Farc y las bandas criminales. Por eso tiene todo el sentido la iniciativa del Gobierno de despenalizar los cultivos de coca de menos de 3,8 hectáreas. Es el primer paso para que el Estado pueda evitar la explotación de los cocaleros por organizaciones criminales y adelantar un proyecto de erradicación y sustitución en el largo plazo.

Sigue en Twitter @gusduncan