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Crimen domesticado

El caso de Medellín ofrece invaluables lecciones acerca de cómo las organizaciones criminales, cuando se sofistican, pueden experimentar procesos de domesticación que, en el largo plazo, ponen freno a la inseguridad.

29 de abril de 2017 Por: Gustavo Duncan

El caso de Medellín ofrece invaluables lecciones acerca de cómo las organizaciones criminales, cuando se sofistican, pueden experimentar procesos de domesticación que, en el largo plazo, ponen freno a la inseguridad.

A mediados de los 70 surgieron en barrios populares y marginales pandillas que azotaban a sus vecinos. Como respuesta aparecieron grupos de vigilantes. Al final era difícil distinguir unos de otros, ambos acabaron involucrados en prácticas criminales. Pero había ocurrido un cambio. Algunas organizaciones empezaron a cometer crímenes más rentables en otros lugares de la ciudad e implantaron orden en sus comunidades de modo que se redujeron los abusos.

Entonces llegó Pablo Escobar y cambió toda la lógica del crimen. Ahora no se trataba de robar sino de vender violencia organizada. A cambio las bandas y combos que se formaron recibían una tajada del tráfico internacional de drogas. El control de los barrios era muy importante porque desde allí se proyectaba la guerra de Escobar contra el Estado.

Cuando Escobar fue dado de baja, los Pepes se convirtieron en paramilitares, o mejor dicho en ‘Oficina de Envigado’, e impusieron su disciplina a los combos y las bandas, a cambio de un salario y el permiso para cometer ciertos delitos. La transacción resultó en una reducción de los homicidios y de los hurtos. La ciudad se pacificaba pero a cambio la oficina impuso la extorsión como una práctica generalizada.

A mediados del 2000 Don Berna fue extraditado. Sus sucesores se fueron a la guerra pero fueron capturados y la ciudad se quedó sin un gran capo mafioso. Se esperaba mucha anarquía por las disputas entre numerosas organizaciones de mediano y pequeño tamaño. Sin embargo, no fue así. Las tasas de homicidios cayeron a sus mínimos desde el auge del narcotráfico.

Hoy en día un poco más de una decena de bandas se reparten la ciudad. Controlan con sus combos numerosas comunidades. Son muchachos entre los 13 y 25 años que cobran una extorsión a los negocios y a los hogares a cambio de seguridad y justicia. Si alguien roba, si un padre de familia maltrata a los suyos, si un deudor no paga en la tienda o si un vecino se niega a bajar el volumen, los combos arreglan la situación. Son la ley, el otro gobierno de mucha gente.

Pero el verdadero negocio no son las extorsiones. Eso es sólo para la nómina de los ‘pelados’. Las grandes rentas están en el monopolio por la fuerza de ciertos mercados en los barrios. El aguardiente, las gaseosas, los huevos, las drogas, etc., son surtidos exclusivamente por las bandas. Algunos de estos productos los fabrican ellos mismos a precios y calidad competitivos con los productores legales. El aguardiente adulterado en Medellín es de similar calidad al de la fábrica de licores del departamento.

Fue así que los criminales se convirtieron en empresarios. Por eso cada vez están más interesados en que no ocurran asesinatos y en disciplinar a los jóvenes criminales para que no cometan excesos. La violencia es pésima para los negocios. El desorden llama la atención de la policía y hace imposible mantener pactos con la autoridad. Porque no sólo fueron los negocios los que domesticaron a los criminales. La Policía, aún cargada de corrupción, fue un disuasivo indispensable que señalaba a los criminales qué podían hacer y qué no.

Por supuesto, lo ideal sería no tener crimen organizado, así se haya domesticado.

Sigue en Twitter @gusduncan