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Los niños: intocables

Los delitos contra menores de edad merecen nuestro mayor rechazo. Es entendible por tanto que se examine el incremento en las penas para los casos en discusión, con cabeza fría, no fruto de la coyuntura o intereses políticos.

7 de octubre de 2018 Por: Francisco José Lloreda Mera

Estando fresco en la memoria el caso de Yuliana Samboní, violada y asesinada en Bogotá, nos enteramos del secuestro, violación, asfixia e incineración de una menor de 9 años en Fundación, Magdalena. No es la primera vez que ocurre un hecho tan abominable y doloroso, ni la única en la que el país exige sanciones ejemplarizantes, como la cadena perpetua o la pena de muerte, para castigar a los responsables de actos execrables.

Es entendible el rechazo que ha despertado este crimen, que se suma a los cientos de abusos cometidos a diario contra menores. Según Medicina Legal, de los exámenes que realiza por presunto delito sexual, el 87 % de los casos es a menores de 17 años. Ello explica por qué en los últimos diez años se han impulsado iniciativas de distinta índole que apuntan a endurecer las penas para los violadores y asesinos de menores de edad.

En 2008 Gilma Jiménez (qepd) logró conseguir 2,5 millones de firmas para instaurar la cadena perpetua contra violadores de niños; la ley fue aprobada en el Congreso y por vicios de trámite la Corte Constitucional la tumbó. No dándose por vencida presentó un proyecto de ley que no contó con los votos necesarios en el legislativo, y entre 2015 y 2017, distintos congresistas e incluso la hija de Gilma, lo intentaron de nuevo, sin éxito.

¿Por qué estas iniciativas han corrido mala suerte? Tres razones, entre otras: existen dudas sobre su efectividad, las penas existentes ya son altas, y por esa vía podría hacer carrera el incremento de penas a decenas de conductas más, sin ser la solución. Por eso a estos planteamientos se les conoce como populismo penal pues tienen buen recibo en la opinión, sacia por un rato la sed de justicia, y da réditos políticos a quien lo promueve.

Pero más allá de su efectividad y riesgos, la discusión es importante porque el delito es una construcción social y toda sociedad tienen derecho a decidir qué hechos penaliza y la sanción para quien los comete. Desde la teoría clásica la pena cumple tres finalidades: resocializar, prevenir el delito y servir como castigo. La privación de la libertad cumple además otro fin: sustraer al victimario de la sociedad para que no vuelva a delinquir.

La violación a un menor de edad en Colombia, en concurrencia con otros delitos, puede superar los 40 años cárcel; en Chile y Perú hay cadena perpetua; en España igual, pero es revisable; y en China, India, Emiratos Árabes Unidos, entre otros países, y en algunos estados de los Estados Unidos, con pena de muerte. Es decir, no hay discusión sobre el propósito de sancionar dicha conducta, pero unos países son más severos que otros.

Por eso, si una sociedad considera en un momento dado, luego de un análisis sereno y no fruto de la indignación de momento, que una conducta delictiva debe recibir una sanción más severa, ¿no es válido hacerlo? ¿Es populismo penal? ¿Dónde trazar la raya? ¿Es válida la cadena perpetua sólo si es efectiva para disuadir el delito? ¿No es suficiente que sustraiga e incapacite de por vida al delincuente para que no viole a más niños?

Los delitos contra menores de edad merecen nuestro mayor rechazo. Es entendible por tanto que se examine el incremento en las penas para los casos en discusión, con cabeza fría, no fruto de la coyuntura o intereses políticos. Y si independiente de la efectividad de la pena consideramos como sociedad que nuestros niños son y deben ser intocables, y queremos ser claros y tajantes al respecto, no debe temblarnos la mano para decidirlo.

Sigue en Twitter @FcoLloreda

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