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Vecino rico, vecino pobre

No habría cabido en la cabeza de nadie que tan solo una generación después, los roles se habrían invertido y los venezolanos, en condiciones de miseria desgarradoras, emigrarían masivamente a Colombia y otros países.

17 de marzo de 2019 Por: Esteban Piedrahíta

Cuando visité Venezuela por primera vez en 1992, el contraste con la Colombia más pobre y cerrada de entonces era patente. La bonanza petrolera había terminado hacía tiempo, pero abundaban las muestras de opulencia y sofisticación como las lujosas mansiones de la urbanización Country Club y un aeropuerto en las afueras de Caracas donde, mal contados, vi un centenar de aviones privados.

La profusión de trabajadores extranjeros, una rareza en Colombia, me impresionó particularmente. Las empleadas de servicio en las casas que visité eran cartageneras, y en una discoteca me atendieron un barman uruguayo y un mesero peruano. No habría cabido en la cabeza de nadie que tan solo una generación después, los roles se habrían invertido y los venezolanos, en condiciones de miseria desgarradoras, emigrarían masivamente a Colombia y otros países.

Para Petro, la depresión económica venezolana, sin parangón en la historia moderna de América Latina, se debe a la dependencia que ese país tiene del petróleo. Esta desquiciada interpretación de los hechos solo se conecta con la realidad en cuanto que las vicisitudes del mercado del crudo fueron fuertes condicionantes de la causa última de la hecatombe venezolana: el surgimiento, radicalización y perpetuación en el poder del régimen chavista.

Gracias al petróleo, entre 1920 y 1970, Venezuela fue la estrella fulgurante del panorama económico latinoamericano. En 1920, el ingreso por habitante de Colombia era ligeramente superior al venezolano; pero para 1945, cuando la explotación petrolera venezolana alcanzaba el millón de barriles diarios, casi nos triplicaban en renta media. Y en 1957, cuando Venezuela producía 2,7 Mmbd, su ingreso por habitante no solo era más de 4 veces el colombiano, sino que representaba el 92% del estadounidense.

La producción de crudo venezolano siguió creciendo hasta lograr un pico de 3,8 millones de barriles en 1970. Cuando los precios se dispararon en razón al embargo árabe de 1973 y la revolución iraní de 1979, comenzaron los excesos de la ‘Venezuela Saudita’, que incluyeron una gran expansión del rol del Estado en la economía, la nacionalización de la industria petrolera y un voluminoso aumento de la deuda externa. Todo esto hizo aún más dolorosa la destorcida de las cotizaciones del crudo a partir de 1986. El año previo la producción había tocado un valle de 1,8 Mmbd.

Esta coyuntura tuvo todo que ver con el ascenso de Hugo Chávez como alternativa antisistema. Cuando lanzó su intentona golpista de noviembre de 1992, el precio del petróleo había caído 70% desde su pico en 1980; y cuando finalmente llegó al poder en diciembre de 1998, el crudo se cotizaba en su nivel más bajo desde 1947 (US$18) y el ingreso por habitante había caído un 27% en términos reales desde su máximo en 1977.

La suerte le sonrió. Para el momento de su elección, gracias a reformas promercado y contratos de asociación con empresas internacionales, la producción venezolana había recobrado niveles de 3,5 Mmbd, y su posesión coincidió con un quiebre dramático en el mercado del crudo que experimentó una subida prácticamente ininterrumpida de más de una década. Al momento de su muerte, el barril rondaba los US$100.

Toda esta riqueza se dilapidó. La radicalización del gobierno Chávez, su encarnizamiento contra las instituciones democráticas y la iniciativa privada, y su voraz apetito corruptor escalaron en proporción directa a la cotización del crudo. Hoy conocemos el resultado: el socavamiento completo de la democracia, la destrucción del aparato productivo y una catástrofe humanitaria. Ni la industria petrolera se salvó; su producción está al nivel de fines de los 40.