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Nativismo a la criolla

En épocas en que el nativismo más ramplón campea en la Casa Blanca, quizás no resulte sorprendente que algunos de los candidatos más opcionados a la alcaldía de Cali estén recurriendo a él en sus campañas

23 de junio de 2019 Por: Esteban Piedrahíta

En épocas en que el nativismo más ramplón campea en la Casa Blanca, quizás no resulte sorprendente que algunos de los candidatos más opcionados a la alcaldía de Cali estén recurriendo a él en sus campañas, descalificando a funcionarios públicos porque no nacieron acá o prometiendo que solo gobernarán con “los de aquí”. Uno de los argumentos que esgrimen es que quienes vienen de fuera no conocen la ciudad. Valdría la pena que quienes pregonan estas posturas hicieran una reflexión sobre su propio conocimiento de Cali y su historia.

La villa fundada por el andaluz Sebastián de Belálcazar en 1536 era, hasta hace poco más de un siglo, apenas un pueblo. Sin embargo, ya comenzaban a destacar en ella y sus alrededores familias de inmigrantes, principalmente europeos, que impulsaban las industrias pioneras de la región. El despegue de Cali se dio después de 1915, tras la inauguración del Canal de Panamá y del ferrocarril a Buenaventura, en cuyo arduo proceso de construcción de varios lustros fueron piezas fundamentales el polaco Estanislao Zawadsky, el cubano Francisco J. Cisneros y varios ingenieros norteamericanos.

La Cali de las décadas que siguieron fue la ciudad más dinámica de Colombia. Una urbe abierta a la llegada de personas de todo el país y buena parte del mundo, a la inversión extranjera y al comercio internacional. Familias de alemanes e italianos, entre otras nacionalidades de Europa, así como de judíos y sirio-libaneses, todos provenientes de sociedades de mayor progreso material que la nuestra, dejaron huella indeleble en la ciudad con sus conocimientos, su perspectiva sofisticada, sus redes internacionales y su empuje empresarial.

A estos se agregaron el tesón y trabajo de miles de migrantes de todo el país, incluyendo a antioqueños como Adolfo Aristizábal, empresario cafetero, primer importador de vehículos y electrodomésticos de la ciudad, y fundador del Hotel y el Teatro Aristi. La Cali cosmopolita que todas estas personas estaban ayudando a construir, comenzó a seducir a compañías internacionales de importante calado, que a partir de 1933 se asentaron en gran número en la ciudad. A esos inmigrantes y a esas empresas les debemos buena parte de la industrialización y modernización de Cali.

Pero el impacto de las personas y organizaciones que llegaron desde fuera fue mucho más allá de lo económico. Incidieron fuertemente en la cultura, la mentalidad y la sociedad. Nos legaron instituciones valiosas, como los colegios bilingües (Alemán fundado en 1935, Americano en 1944, Inglés y Francés ambos en 1956). La edad de oro de la Universidad del Valle la vivió en los 60 con el apoyo de las fundaciones Rockefeller, Ford y Kellogg, y con la presencia de profesores foráneos como Peter Drucker.

En las artes, la argentina Fanny Mikey contribuyó al surgimiento en Cali de las primeras expresiones de teatro contemporáneo en el país; a la vez que artistas como el pereirano Hernando Tejada fueron instrumentales en la creación de La Tertulia, el primer museo de arte moderno de Colombia. Estos ‘forasteros’ rompieron paradigmas y transformaron la mentalidad de la ciudad, que por esa época se atrevió a ser pionera en Colombia en innumerables frentes y organizó el certamen deportivo más importante que se haya hecho en la historia del país: los Juegos Panamericanos de 1971.

En torno al cambio de siglo vimos la contracara de esta historia: una ciudad atrincherada, desorientada y acomplejada. No hay que volver a caer en esa trampa. Las principales riquezas de Cali son su apertura y su diversidad.

Sigue en Twitter @estebanpie