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Los apellidos del crecimiento

El rotundo éxito de ese modelo de desarrollo basado en hidrocarburos indudablemente supone hoy grandes desafíos para el futuro de nuestro planeta

12 de mayo de 2019 Por: Esteban Piedrahíta

En una columna reciente del diario El Colombiano, una persona que aprecio y admiro hacía un llamado a las compañías a buscar un crecimiento ‘consciente’; uno que fuera más reflexivo frente a los dilemas éticos, sociales y ambientales que las decisiones sobre expansión empresarial pueden suponer. Este pedido me parece sensato y loable. Desde luego existen sendas de crecimiento más benignas que otras; y puede haber algunas patentemente malignas.

No obstante, quedé con un sinsabor. Por un lado, una de las premisas sobre las que fundamentaba su propuesta el columnista acusa serios problemas. Frente a la necesidad de que Colombia crezca a tasas en torno al 5% anual, algo sin duda deseable, se preguntaba si “¿lo tiene que hacer imitando a los países desarrollados enfermos de obesidad, destructores de sus selvas, contaminados y contaminantes?”.

Según datos de la OMS, entre los 25 países con mayores índices de obesidad del mundo solo hay 2 desarrollados: EE.UU. (#12) y Nueva Zelanda (#22). A la vez que entre los 10 de menor obesidad, también hay 2 economías avanzadas: Corea (#183) y Japón (#185). La incidencia de obesidad en la mayoría de los países ricos es inferior a la mediana latinoamericana (23,2%). Entonces no es tan cierto que los países desarrollados estén “enfermos de obesidad”; o, al menos, esta condición no es exclusiva a ellos.

En cuanto a que sean “destructores de sus selvas, contaminados y contaminantes”, lo cierto es que en los últimos 100 años, que es cuando alcanzaron la condición de ‘desarrollados’, la cobertura boscosa de los países ricos ha mejorado ostensiblemente, al igual que la calidad del aire en sus ciudades. En Gran Bretaña, por ejemplo, el área de bosque se ha duplicado desde principios del Siglo XX. Un estudio de datos satelitales publicado en la revista Nature señala que la cobertura arbórea mundial aumentó (sí, ¡aumentó!) un 7,1% entre 1982 y 2016; la expansión de los bosques en Europa (+35%), China (+34%) y EE.UU. (+15%) más que compensó la pérdida de los mismos en el trópico.

De igual manera, hoy el aire en Londres, que registró sus peores niveles de contaminación en 1891, es muchísimo más limpio de lo que era en 1700, antes de la era industrial. Según el Informe Mundial de Calidad del Aire de 2018, que publica datos para 3000 ciudades, la más contaminada de un país desarrollado ocupa el puesto #362. De las 100 ciudades con el peor aire del mundo, 99 están en países ‘en desarrollo’ del continente asiático.

Hoy puede resultar paradójico, pero la masificación del uso del carbón mineral, primero, y luego del petróleo, salvaron a muchos de los bosques del mundo al sustituir a la madera como fuente de calor y al pasto como fuente de ‘combustible’ para los caballos, y al permitir la intensificación de la agricultura por medio de fertilizantes. La electricidad, en parte generada con esos mismos minerales, despejó el aire de las ciudades.

El rotundo éxito de ese modelo de desarrollo basado en hidrocarburos indudablemente supone hoy grandes desafíos para el futuro de nuestro planeta, y los países desarrollados sí cargan con una responsabilidad importante. Pero la preocupación por estos fenómenos y el conocimiento sobre los mismos es también fruto del crecimiento y el desarrollo, y las claves de su solución están en buena medida en las tecnologías que los países más avanzados pueden ofrecer.

En el argot de los economistas, el medio ambiente es un ‘bien de lujo’; no porque no tenga un valor intrínseco ni porque no sea una necesidad, sino porque es algo en lo que estamos dispuestos a gastar más a medida que aumentan nuestros ingresos.

Continuará…

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