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Es la desigualdad, estúpido

El furioso estallido social de los últimos días en Chile ha causado sorpresa y desconcierto.

27 de octubre de 2019 Por: Vicky Perea García

El furioso estallido social de los últimos días en Chile ha causado sorpresa y desconcierto. Un leve aumento en el precio del tiquete del metro de Santiago desencadenó protestas multitudinarias y actos vandálicos de una violencia excepcional. Los pirómanos del vecindario salieron a tomarse el crédito por este amago de revolución, a la vez que los radicales del otro lado del espectro prácticamente se lo otorgaban. A la fecha no hay evidencia de injerencia extranjera; y una explicación reduccionista de una explosión espontánea de esta magnitud poco contribuye a su entendimiento.

Desde el restablecimiento de la democracia en 1988, Chile ha sido un ejemplo notable de progreso y estabilidad en América Latina. El dinamismo de su economía le ha permitido alcanzar el ingreso por habitante más alto entre los países grandes de la región -US$16.000 por año, superior al de países como Hungría, Polonia y Croacia-, y reducir el porcentaje de personas en condición de pobreza del 45% al 10% de la población. Sus instituciones, imperfectas, son mucho más pulcras que las de sus vecinos. En el ranking de Transparencia Internacional, Chile se ubica de 27 entre los países de menor percepción de corrupción, superando a Portugal, España, Italia, etc. Su tasa de homicidios, de 3,5 por 100.000 habitantes, es una séptima parte de la colombiana.

A pesar de estos avances, sin embargo, Chile no ha logrado quebrarle el espinazo al lastre secular de América Latina: la inequidad que acarrea desde tiempos coloniales. La desigualdad del ingreso en ese país ha disminuido -el coeficiente de Gini pasó de 0,57 en 1990 a 0,45 en 2017-, pero sigue estando entre las más altas del mundo. La intervención del Estado a través de impuestos y transferencias, que en Europa e incluso EE.UU. logra reducir significativamente la inequidad propia de un sistema de mercado, en Chile apenas si la altera. El Estado del país austral es chico relativo al de sus pares por nivel de ingreso, y depende en exceso de impuestos regresivos, como el IVA, que aporta un 49% del recaudo.

En un entorno de menor crecimiento económico y mayores grados de aspiración, atravesado por unas redes sociales que a la vez que son una vitrina omnipresente de consumismo y derroche (v. gr. Instagram), son un difusor y amplificador de mensajes y emociones de una velocidad y potencia escalofriantes (como lo ha señalado Thierry Ways), la realidad y percepción de desigualdad son caldo de cultivo para estampidos sociales.

Ubicar a la igualdad económica a ultranza como el máximo valor, ha conducido a desastres como el cubano y el venezolano donde, salvo a los altos funcionarios del Estado, se nivela a toda la población por lo bajo. Pero el discurso antagónico de que la libertad individual es el valor supremo, que en términos económicos se podría traducir a que la desigualdad no importa siempre y cuando baje la pobreza, es igualmente fallido. Aún más, adolece de una de las críticas definitivas al dogma marxista: su desconocimiento de la naturaleza humana. Como buenos primates, los humanos somos dados a compararnos y a medir nuestro bienestar no solo en términos absolutos, sino en relación al prójimo.

Colombia es bastante más pobre, y también más desigual, que Chile.
Aunque en ámbitos como los servicios públicos y la salud, los modelos colombianos son bastante más solidarios que los chilenos, y el país ha sido de avanzada en impuestos a la riqueza, las brechas siguen siendo abismales. Cerrarlas, sin apagar el motor del crecimiento, es el nudo gordiano de nuestra generación.

Sigue en Twitter @estebanpie