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Centralización inconstitucional

Ad portas de elecciones presidenciales vale la pena dar realce a un...

18 de mayo de 2014 Por: Esteban Piedrahíta

Ad portas de elecciones presidenciales vale la pena dar realce a un tema que asoma en las correrías de los candidatos por el país pero que se olvida tan pronto terminan los comicios y el centro del universo político retorna ineluctablemente a Bogotá. Se trata de la “descentralización”, término ya desgastado, de tanto machacarlo, en las regiones, pero que en la capital, incluso entre quienes representan intereses territoriales en el ejecutivo y el legislativo, no pasa de ser un propósito noble pero futuro.Una real descentralización, que más que una justa aspiración es un imperativo para un desarrollo más equilibrado e incluyente, comienza por fortalecer las capacidades de los estados regionales y locales para dar respuesta cercana y eficaz a las necesidades de sus ciudadanos. Cuando la inmensa mayoría de los recursos generados en el territorio los controla un ente central, las administraciones locales tienden a volverse perezosas y a querer (en muchos casos por necesidad) delegar para arriba, a “papá gobierno”, sus problemas. Y a “papá gobierno”, desde los albores de la historia colombiana, parece gustarle este orden de las cosas.Aunque puede haber diversos argumentos en favor de este arreglo de subsidiariedad centro-regiones, como podría ser el de las economías de escala, los factores que verdaderamente lo apuntalan son dos: uno ideológico y otro de intereses. En el frente ideológico, el paradigma que prolifera entre los más competentes técnicos del Estado es el de la autoridad central sabia y honesta que sabe qué es lo que verdaderamente les conviene a los habitantes de las regiones y cómo hacer bien las cosas. En cuanto a los intereses, el que sería el natural contrapeso a los instintos centralistas naturales del Gobierno Nacional, el Congreso, no parece estar inclinado a propender por que más recursos se ejecuten desde el nivel local.A los posibles méritos de ciertos argumentos y al poderío de algunos intereses, se contrapone la realidad superior de la Constitución Colombiana que definió desde su Artículo 1: “Colombia es un Estado Social de derecho organizado en forma de República unitaria, descentralizada, con autonomía de sus entidades territoriales”, y que, además, en el artículo 287, incluyó en el significado de esa autonomía: “4. Participar en las rentas nacionales” y que, finalmente, en los artículos 356 y 357 estableció unos porcentajes de participación.Ya en dos oportunidades en los últimos quince años se ha reformado la Constitución para modificar a la baja estos porcentajes, restando más de un punto del PIB ($7,3 billones/año en total, aprox. $360.000 millones/año para Cali) a los recursos destinados para educación y salud en departamentos y municipios. En cambio, el gasto del Gobierno Nacional, dirigido en parte a ampliar burocracias centrales poderosas pero de dudosa utilidad, crece a ritmos galopantes.En los escritorios de los mejores economistas bogotanos se comienza a elaborar desde ya la justificación técnica de una tercera reforma (la anterior vence en 2016), esta vez apalancada en otra norma constitucional de más reciente acuñadura (esta sí, la de la Regla Fiscal, al parecer sancta e inamovible), que establece una reducción adicional de 0,5 puntos del PIB (hoy $3,65 billones por año) en las participaciones territoriales.Ojalá esta vez, el Gobierno Nacional no insista en substituir la Constitución, el Congreso ejerza su rol en representación de las regiones, y la Corte Constitucional, tan diligente en la defensa de los derechos de otras “minorías”, haga respetar la Carta Democrática. Sería absurdo cambiar tres veces la Constitución para reducir una participación que es principio básico de la misma Constitución.