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Con coca no hay paz

La mejor prueba de la efectividad de la fumigación aérea para erradicar los cultivos ilícitos son las protestas que han comenzado a armar, en diferentes puntos del país, los cultivadores de coca.

25 de julio de 2019 Por: Diego Martínez Lloreda

La mejor prueba de la efectividad de la fumigación aérea para erradicar los cultivos ilícitos son las protestas que han comenzado a armar, en diferentes puntos del país, los cultivadores de coca.

Debido a esa efectividad, ningún estado puede renunciar a tener la fumigación aérea dentro del menú de posibilidades para la lucha contra los narcocultivos. Por ello es entendible el interés que tiene el gobierno de Iván Duque de abrir la puerta a que esa herramienta pueda volver a utilizarse.

Al margen de que uno esté de acuerdo o no con esa fumigación hay un hecho objetivo y verificable: el crecimiento exponencial que han tenido las hectáreas sembradas con narcocultivos en el país coincide perfectamente con la suspensión de la fumigación.

Cuando este mecanismo se suspendió, en el país había 60 mil hectáreas sembradas con coca. Tras esa suspensión, esa extensión se triplicó, y hasta más, porque hoy hay más de 200.000 hectáreas de ese tipo de cultivos. Ahora, no se trata de que la fumigación aérea se convierta en la única herramienta a utilizar para la erradicación de los narcocultivos. Las otras estrategias deben preservarse.

En el caso de los pequeños cultivos, la prioridad debe ser la sustitución voluntaria. A esos campesinos que se han visto obligados a cultivar coca para subsistir, hay que convencerlos de que abandonen esos cultivos y darles alternativas para que dejen de sembrar esa hoja sin que se mueran de hambre. Pero a quienes se les ofrezca esa posibilidad y persistan, por la razón que sea, en seguir cultivando coca, hay que someterlos a la erradicación forzosa.

Y para destruir los grandes cultivos, ubicados en zonas inaccesibles de nuestro territorio, debe usarse la fumigación aérea, respetando los protocolos y los requisitos que la Corte Constitucional ha impuesto.
Esa ‘combinación de las formas de lucha’ es la única que garantiza que, en un mediano plazo, el país pueda reducir ‘a sus justas proporciones’ las hectáreas sembradas con narcocultivos.

Llama la atención que los ecologistas radicales pongan el grito en el cielo cada vez que se habla de reanudar la fumigación, pero no digan ni mú cuando se arrasa el bosque primario para sembrar coca, ni protesten por el daño irreparable que en las fuentes de agua ocasionan los químicos que se usan en los narcocultivos.

Esta es una discusión que, como tantas en el país, se ha ideologizado y en la cual se usan muchos clichés y muy pocos argumentos científicos. Uno de esos clichés ha consistido en estigmatizar el glifosato que es el herbicida más usado en el mundo y que en Colombia se emplea para fumigar los cultivos de azúcar, arroz, tomate entre muchos otros.

Los ganadores con la discusión alrededor de la fumigación aérea son los grandes narcos. Porque mientras el país se sume en esos debates estériles, su negocio no para de crecer.

Lo único cierto es que el país no puede seguir nadando en coca: la pelea por el control de ese mar de coca es el gran motor de la violencia que se vive en los campos y también en las ciudades, donde el microtráfico ha crecido en forma proporcional a la extensión de narcocultivos.

Como dijo el presidente Duque en su discurso del 20 de julio: con coca no hay paz. Y yo agrego: en una mar de coca nos ahogamos todos.

Sigue en Twitter @dimartillo

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