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Chicago y Bogotá: dos mundos de música

Hace un mes regresé de Chicago, ciudad que no visitaba desde que...

20 de abril de 2014 Por: Carlos Lleras de la Fuente

Hace un mes regresé de Chicago, ciudad que no visitaba desde que fui Embajador en Estados Unidos y dicté en tal carácter sendas conferencias en la Universidad de Chicago y en la escuela Kellog’s de administración de negocios, una de las más prestigiosas de Norteamérica.En esa ocasión tanto el Chicago Tribune como la municipalidad de la ciudad y la Cámara de Comercio me ofrecieron un gran almuerzo enormemente concurrido, sin perjuicio de sacar tiempo para volver a la Academia de Arte e ir a un Jazz Bar magnífico.Estudiando las tarifas de Avianca viajé en Copa, vía Panamá, que tiene uno de esos excelentes Boeing que no se bien si fueron de Avianca, pero que obligan -por tamaño o por contaminación sonora- a cambiar de avión en ciudad de Panamá, a donde yo no llegaba hace más de 20 años. Por ir en tránsito no pude salir del aeropuerto a reconocer la nueva capital pero su aeropuerto es magnífico y superior al nuevo El Dorado.Grave cosa sí es la espera de algo más de cuatro horas para tomar el Avión Panamá-Chicago en vuelo directo, pero eso ayuda a la cultura. En efecto, en ese lapso y durante las cinco horas de vuelo que vinieron después, alcancé a avanzar en mi lectura programada para este año (unos 40 libros).Comencé con un libro de Alice Munro (Mi vida querida), excelente como lo son todos sus escritos pero traducido supongo, por alguna española enemiga del idioma, y de la misma Munro, pues varias veces tuve que vencer mi repugnancia por ese slang (¿puertorriqueño?) y continuar mi lectura.Es bueno que las librerías, en casos tan dramáticos y sin perjuicio de las lamentables traducciones que se hacen en España, traigan algunos ejemplares en su idioma original y este caso es de ello prueba fehaciente; tan mal me fue, que lápiz en mano recorrí al volumen subrayando traducciones estúpidas con palabras de no uso en Suramérica o exóticas frases: “La niña se quedó dormida entre los dos en pleno salto”; “Grete le había dado un desplante”; “las llanuras las dejaban planchadas”: “los hombres bajaron… en un trayecto que no le habrían llevado”; “rapapolvo”; “nuestro compromiso… quedó apalabrado entre los dos”; “veían campanas… en los posos de te”; “no encontraba a una taquillera… que diera charla a los clientes”; “Roy se alistó en la guerra”; “se las apañaba con… unas cinco horas de sueño”; “…con lo que lustraban mucho la historia”. Y no sigo porque necesitaría dos páginas del periódico para el efecto buscado.Dos libros más, ambos de Irène Némirovsky, siguieron al martirio; por alguna razón extraña se me había pasado leer ‘Los perros y los lobos’; excelente como casi todos sus escritos, y el ‘Malentendido’, que leí con gusto pero que es inferior a casi todas sus novelas.Por el contrario, con enorme interés y deleite leí ‘El libro de los placeres prohibidos’, de Federico Andahazi, distraída biografía novelada de Gutenberg, que no logré soltar sino un par de horas después de llegar a mi hotel de destino en Chicago.Yo viajo, a veces, con amigos y otras con una organización de Nueva York, Great Performance Tours, que ya he mencionado en el pasado al hablar de música en Israel, San Petersburgo, Lucerna, Viena y que ahora, por cierto, lleva tres años trayendo gente al Festival de Cartagena.Otra vez sigo esperando para poder hablar de la música en la Ciudad de los Vientos y en nuestra urbe.