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Augusto Díaz

La verdad es que no puedo dejar un aniversario más de su muerte, ocurrida a fin del siglo pasado, sin recordar a Augusto Díaz Saldaña, uno de los intelectuales más notables de mi generación.

23 de enero de 2020 Por: Carlos Jiménez

La verdad es que no puedo dejar un aniversario más de su muerte, ocurrida a fin del siglo pasado, sin recordar a Augusto Díaz Saldaña, uno de los intelectuales más notables de mi generación. Le conocí cuando yo era un adolescente letra herido, que frecuentaba el café Niza, del que ya nadie se quiere acordar. Allí conocí a escritores que ya lo eran de pleno derecho como Arnoldo Palacios o Manuel Zapata Olivella o estaban en trance de serlo como Oscar Collazos, Armando Romero o Umberto Valverde. Y allí también conocí a Armando Holguín y Miguel Yusti, que fue quien me lo presentó.

Augusto me impresionó desde el primer día, por el sorprendente contraste entre su aspecto de adolescente negro con camiseta de cortero de caña y un conocimiento de la cultura francesa que a mí entonces me resultó apabullante. Y eso que yo entonces tuve la osadía de pavonearme como profundo conocedor de la misma porque a mis lecturas de Flaubert, Zola y Rimbaud había sumado las de Sartre y Camus. Y había visto en el Coliseo, mítica sala de cine de Bogotá, películas como Hiroshima mon Amour o el Año Pasado en Marienbad, ambas de Alain Resnais. Pero las había visto con subtítulos en español, así como había leído a los escritores en discutibles traducciones argentinas, mientras que Augusto los había leído en francés.

Recuerdo la discusión que tuvimos entonces por Los Condenados de la Tierra de Franz Fanón, un libro por el que compartía el entusiasmo con el que Sartre escribió su prólogo. Augusto, en cambio, no lo compartía. No le daba mucha importancia a Fanón y su crudo análisis del neo colonialismo, porque él estaba interesado en otros problemas y otros autores. En especial, en Louis Althusser, el filósofo francés revolucionó literalmente la lectura de la obra de Karl Marx.

Al poco tiempo Augusto se marchó a estudiar a Alemania y le perdí por muchos años la pista, hasta que nos reencontramos en los 90 en la Universidad del Valle. Fue cuando supe que se había doctorado en Leipzig con una tesis sobre la Independencia de América Latina y había conocido a Juliane Bambula, su esposa, su viuda. Supe además que era autor intelectual de la reforma académica que Jaime Galarza, como rector, intentó en vano llevar a cabo. El reencuentro fue sin embargo más duradero y fructífero que el primer encuentro, porque me permitió mantener un diálogo sin fin con quien ya había sobrepasado la erudición para convertirse en sabio.

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