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Las dudas paralizantes

Muchos sufrimientos se originan en el temor de abrir los ojos para ver la realidad circundante.

13 de mayo de 2018 Por: Carlos E. Climent

Josephine ha cargado con un matrimonio poco satisfactorio más de la mitad de sus 48 años de edad. Sus tres hijos ya se fueron de la casa, tiene un trabajo de tiempo completo y un marido ocupadísimo.

El “nido vacío”la ha llevado a cuestionarse si realmente quiere seguir adelante con su relación de pareja, cuando en realidad hace mucho tiempo (en secreto) llegó a una conclusión sobre la cual no tiene ninguna duda y es que ella era la responsable de la situación que estaba viviendo ya que desde el comienzo las conductas de él dejaban en claro que no podía cambiar. Ella supo desde muy temprano que no había comunicación, pues a él no le salía dar un abrazo, y la intimidad se había ido deteriorando a partir del nacimiento del último hijo, hace casi 20 años!

En realidad, no eran esposos, sino socios de una empresa familiar que se construyó para traer unos hijos al mundo y sacarlos adelante. Lo cual se cumplió a cabalidad pues los hijos son independientes y van muy bien.

La familia ha logrado una estabilidad y todo está en su sitio, menos ella.

A lo largo de los últimos años ha hecho muchos esfuerzos para cambiar sus sentimientos con relación a su pareja y para cambiar las conductas de su esposo, pero no ha logrado ningún avance. Se encuentra paralizada intentando fórmulas que se repiten inútilmente.

Él es un hombre cumplidor de sus obligaciones y esencialmente bueno pero que la aburre entre muchas otras razones porque tiene una pobrísima capacidad introspectiva. Es decir, es incapaz de mirarse a sí mismo y siempre ha considerado que la indiferencia es fortaleza y la emocionalidad una debilidad “propia de mujeres”. De terapia de pareja pasó a terapia de familia y luego por varios intentos fallidos de terapia individual. Todos ellos esfuerzos inútiles, porque él no cree ni en psiquiatras ni en psicólogos.

Ella se quedó sin la ocupación primordial de criar hijos y ahora, en la plenitud de su vida, no tiene con quien compartir sus planes, sus sueños o sus ganas de vivir. Y por primera vez aceptó no echarse más mentiras, así a cualquiera le pareciera que el desafecto no era sino un “defectico” sin importancia; pues para ella resultaba una falla enorme que ahora reconocía en su justa dimensión. Si no la había aceptado antes era su responsabilidad porque se había engañado y porque andaba ocupada en otras cosas.

Todo cambió cuando se propuso a vivir plenamente y le tocó aceptar que definitivamente no estaba contenta con lo que estaba viviendo: “Prefiero quedarme sola que seguir desperdiciando mi vida aceptando una incompatibilidad tan grande”.

Pero la liberación significaba un duro camino, pues tenía que superar varios obstáculos. Por un lado los miedos varios entre los que sobresalía el temor al futuro, pues se había acostumbrado a la protección que le ofrecía la seguridad de lo conocido. Por el otro, los sentimientos de culpa y pesar al dejar a un hombre bueno a quien quería pero no amaba. Pero sobre todo las dudas paralizantes relativas a si estaba siendo justa o si estaba tomando la decisión correcta.

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