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El desconcierto de la depresión

En Colombia, una población del tamaño de la ciudad de Cali, 2.4 millones de personas, sufre de depresión

9 de abril de 2017 Por: Carlos E. Climent

El 7 de abril de 2017 la Organización Mundial de la Salud dedicó su jornada anual para resaltar la gravedad de la depresión, una enfermedad médica, que ataca globalmente a todas las personas sin distingos de clase y que mata 800.000 personas cada año en el mundo, la mayoría por suicidio. Muy a pesar de las cifras, que no dejan lugar a dudas al respecto de la gravedad de este flagelo, este sigue su curso inexorable sin inmutarse porque el estado no lo ha querido enfrentar, porque la sociedad y el sistema médico lo siguen menospreciando y porque los enfermos siguen sin entenderlo.
A pesar de los años que llevo en la práctica clínica de psiquiatría, en la cual un porcentaje muy importante de los pacientes caen dentro del rubro diagnóstico de la depresión, no deja de sorprenderme la confusión que produce esta enfermedad, no solamente en el paciente deprimido sino en su familia. Para los que sufren un primer episodio de la enfermedad, los síntomas depresivos son incomprensibles, y suelen comentar:
“No creo que este conjunto de síntomas tan variados pueda obedecer a una sola enfermedad".
Y sin decírselo a nadie concluyen que sufren de un mal muy grave y llegan a esta conclusión con más certeza si llevan mucho tiempo sufriendo de los síntomas. En especial si además del desánimo, el desinterés, el pesimismo y las ideas de muerte, tienen síntomas que corresponden a diferentes sistemas orgánicos como el nervioso (dolores de cabeza, espalda y dificultad para concentrarse), el digestivo, respiratorio o cardiovascular, para sólo mencionar unos pocos. Como las consultas con cada uno de los especialistas no alivian sus molestias, consideran que sus síntomas físicos y psicológicos, cada vez más limitantes, corresponden a una grave enfermedad sin solución. En esas circunstancias estas personas se van aislando, y poco a poco se sumen en un grave estado de desesperanza en el cual, secretamente, ya han dejado de luchar.
Concluyen que una vida así no merece vivirse y no pocos consideran el suicidio como la única salida al sufrimiento.
Cuando finalmente llegan al psiquiatra, este tiene ante sí no tanto el desafío de tratar la enfermedad, algo relativamente fácil, sino el ganarle el pulso a la desesperanza y a la irracionalidad del paciente y al escepticismo de algunos miembros de la familia.
Como el paciente está convencido de que la solución a sus problemas no es posible, no puede creer que haya un tratamiento capaz de aliviar síntomas tan graves como los que tiene. En ese momento el profesional debe emplearse a fondo y utilizar todos los medios para convencer al paciente, y a la familia para que, al menos, le den el beneficio de la duda al tratamiento.
El proceso de mejoría no es inmediato pero ocurre en un 85% de los casos y el paciente logra, muy a su pesar, beneficiarse del tratamiento. Para los afortunados que logran culminar un tratamiento idóneo es frecuente que cambien su desconcierto y digan: “Si hubiera pensado que mis síntomas podían curarse, me hubiera ahorrado mucho sufrimiento”.

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