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El bastón

La emoción más destructiva es el miedo.

30 de junio de 2019 Por: Carlos E. Climent

Estela, 70 años ha sido una persona muy segura de sí misma, se mantiene activa en diversas actividades sociales y disfruta jugando golf. Hace unos dos años durante una vacación lejos de su casa, se tropieza caminando en la calle, tiene una caída y se rompe varias costillas.

Como consecuencia de este, aparentemente menor, accidente, es hospitalizada una semana en un hospital local y otra semana en un hospital cercano a su domicilio donde fue referida después de una odisea de doce horas de ambulancia, porque el traslado en avión estaba contraindicado. El celo del cuidado médico era el resultado, más, del temor de los clínicos que la atendieron a que uno de los fragmentos de hueso le perforara la pleura, que a la gravedad objetiva del problema clínico. Al ajetreo de salas de emergencia, médicos, especialistas, enfermeras, dolor, dificultad para respirar, mal dormir, y molestias varias, hay que agregarle el traslado en ambulancia, un trauma en sí mismo.

Las fracturas de las costillas se fueron resolviendo, como suele pasar, gracias a la quietud. Y la situación médica se normalizó en unas pocas semanas. Lo que no se ha resuelto hasta la fecha es el miedo que la ha ido limitando de manera creciente en sus actividades cotidianas.
El miedo según ella es a volverse a caer. Algo entendible, pues las personas de su edad se caen con bastante más frecuencia que sus congéneres más jóvenes. Probablemente por una combinación de factores que incluyen la falta de equilibrio y flexibilidad, la disminución de la fuerza y los reflejos ósteo-tendinosos y una tendencia a distraerse que lleva a no mirar donde se pone el pie al caminar.

Su negativismo, sus limitaciones y la desmoralización ocasionados por el accidente, la llevaron a tomar la decisión de conseguirse un bastón. Solución lógica, sencilla y práctica que si bien le trasmitía una mayor seguridad para caminar, le incrementaba su sensación de incapacidad y permitía que el miedo invadiera otras esferas de su funcionamiento. Concluyó por cuenta propia, con la “ayuda” de los médicos, que había que olvidarse del golf y redoblar los cuidados al caminar. Previo al accidente, por una sobrecarga deportiva, había desarrollado dolor en su mano izquierda (posiblemente una tendinitis) que el especialista diagnosticó equivocadamente como artrosis. Lo cual significaba el final de sus actividades deportivas. Empezó a quedarse mucho más quieta, se centró en los juegos de mesa y siguió viajando pero con el miedo siempre a cuestas.

La evaluación de este caso permitió entender que nada grave le estaba ocurriendo, pero que no había salido del impacto psicológico del accidente y que estaba asustada porque había concluido en secreto que el golpe a su integridad física era irreversible. Lo cual no era cierto.

Lo que Estela necesitaba era una visión más positiva de su situación. Cambiar de médico. Reiniciar sus prácticas deportivas con un buen profesor. Iniciar unas sesiones semanales de gimnasia con énfasis en estiramientos, equilibrio, flexibilidad y fuerza. Podía conseguir el bastón, pero sin volverse dependiente de él, ni considerarlo como la solución de su problema.

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