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Goles a la exclusión

No soy aficionada al fútbol, pero debo aceptar que es el deporte que convoca multitudes, despierta pasiones y es capaz de unir pueblos polarizados como el nuestro, cuyos casi 50 millones de habitantes lloran desde el martes la derrota de su Selección con los ingleses.

5 de julio de 2018 Por: Beatriz López

No soy aficionada al fútbol, pero debo aceptar que es el deporte que convoca multitudes, despierta pasiones y es capaz de unir pueblos polarizados como el nuestro, cuyos casi 50 millones de habitantes lloran desde el martes la derrota de su Selección con los ingleses.

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Vengo de una generación donde el fútbol “era cosa de hombres”. Las mujeres nos limitábamos a crear el ambiente futbolero en casa y vigilar el reparto de entremeses, pero sin contagiarnos de la euforia, la descarga de adrenalina y el inexplicable orgasmo colectivo cuando llegaba el gol.

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Sin embargo, seguí paso a paso la actuación de la Selección en el Mundial de Rusia, no solo de las figuras emblemáticas, Falcao y James, sino de los que vienen de la Colombia profunda, la excluida, la que creció en medio de carencias, la que huyo de la violencia de guerrilleros y paramilitares, la que vio la muerte de cerca cuando asesinaron al padre y los que fueron testigos de masacres que ensangrentaron las canchas donde soñaban alcanzar la gloria pateando un balón de trapo.

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Las historias de Juan Guillermo Cuadrado, Dávinson Sánchez, Carlos Sánchez y Yerry Mina, son conmovedoras: Cuadrado nació en el Urabá antioqueño, año 1988, época en que esa región era un polvorín disputado por las Farc y las Autodefensas. Cuando tenía 4 años escuchó un zumbido de balas y se metió debajo de la cama. Al oír los gritos y el llanto de su madre, salió del escondite y al llegar a la puerta vio a su papa, un humilde vendedor de refrescos, tendido en el piso, en medio de un charco de sangre.

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Marcela Bello, su mamá, lo matriculó en la escuela de fútbol Mingo de Necoclí. Para pagar los $8 mil mensuales que costaba la academia se fue a Apartadó a lavar y empacar bananos. A los 22 años, Juan Guillermo jugaba en Italia y ganaba lo suficiente para llevarse a Marcela a Urdine, su primer hogar en Europa. Ella jamás volvió a trabajar.

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Dávinson Sánchez nació en Caloto (Cauca), donde en 1991, 20 indígenas del pueblo Nasa fueron obligados a tenderse en el suelo de la hacienda El Nilo, y a uno por uno les dispararon en la cabeza. Cuando tenía 5 años y ya jugaba en las calles destapadas de su pueblo, fueron asesinadas 4 personas.

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Los Sánchez se fueron para Cali al ocurrir 21 masacres, casi todas realizadas por grupos de autodefensas. Allá creció Dávinson y a los 10 años ingresó a las Divisiones Inferiores del América. A los 20 se convirtió en campeón de la Copa Liberadores y fue contratado por el Ajax de Amsterdam. Hoy es ídolo de Tottenham y su pase supera los US$100 millones.

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De Quibdó es Carlos Sánchez, el del penal con los japoneses, que dio el salto a las grandes ligas europeas desde la cancha de Chipi Chipi, una explanada de tierra y piedra que se empantana cuando llueve. También tuvo una infancia difícil, enmarcada por la pobreza. El día que iba a participar en el primer torneo departamental, no tenía para comprar los guayos.

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Y el gran héroe de la jornada, Yerry Mina, nacido en Guachené, (Cauca) cuya frase de su profesor, “mantén los pies en la tierra y los ojos en el cielo”, ha sido la punta de lanza contra los que trataron de atajarlo. El cabezazo de Yerry en el arco de los senegaleses, removió las fibras de un país anestesiado que aún le apuesta a los políticos que se quieren tirar la paz, mientras las madres-coraje de la Colombia marginal enseñan a sus hijos a gambetear el hambre y a meterles goles a la violencia y la exclusión.