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¡Semana de culpa!

Se acercaba la Semana Santa. Las pesadillas, los terrores, el sudor frío en las manos, el corazón a mil, la certeza absoluta de que me iba a morir y a condenar para toda la eternidad. Todo esto me invadía sin piedad.

15 de abril de 2019 Por: Aura Lucía Mera

Se acercaba la Semana Santa. Las pesadillas, los terrores, el sudor frío en las manos, el corazón a mil, la certeza absoluta de que me iba a morir y a condenar para toda la eternidad. Todo esto me invadía sin piedad. No tenía escapatoria posible. Pertenecía al grupo de los que jamás disfrutarían del cielo. Ángeles gorditos y querubines no estaban hechos para mí.

Esta sensación oscura me atormentó varios años. Desde comienzos de bachillerato era obligada a caminar lentamente, con mantilla negra y guantes, con una espina en la mano para clavársela al corazón de Jesús hasta el fondo. Era un corazón rojo y sólido. El ‘mal comportamiento’ era el porqué de que yo fuera la culpable directa del sufrimiento y la agonía de Jesús.

A esto se sumaba que era prohibido meterse en la piscina porque nos saldrían escamas y nos volveríamos sirenas. Todo empezaba con un miércoles que teníamos que hacer fila para que la mano regordeta del cura nos raspara la frente con carbón mientras nos dibujaba la cruz y nos recordaba que éramos pecadoras, hechas de polvo y que nos convertiríamos en polvo al morir (antes del fuego eterno).

Mi papá nos arrastraba a mi hermana menor y a mí el Jueves y Viernes Santo a la iglesia de San Francisco y a empujón limpio lograba acomodarnos debajo del púlpito, donde un cura vestido de morado gritaba durante horas enteras amenazándonos a todos con el infierno porque todos habíamos matado a Cristo.

Esa iglesia olía horrible. La multitud empujaba. No llegaba el aire. El incienso me daba ganas de vomitar y me dolían los juanetes, prisioneros de unos zapatos de charol. El Viernes Santo teníamos que estar pendientes del reloj para que a las tres en punto de la tarde cerráramos los ojos y pidiéramos perdón por haber asesinado al mesías.

Mi mamá no asistía a estas ceremonias. Era pecadora como yo y nos encontraríamos algún día en el infierno. Además montaba a caballo y hacía fiestas en la piscina de la casa donde se metían al tiempo hombres y mujeres. También odiaba el pescado obligatorio de los viernes y nos lo reemplazaba por un huevo frito. Yo le regalaba un rosario todos los años para el Día de la Madre para que no se fuera a condenar.

La verdad es que durante dieciocho años me moldearon en la religión de la culpa, el pecado, el castigo eterno y el mal. Las circunstancias de la vida me mostraron la otra cara de la moneda: las mentiras de la Iglesia Católica, los mitos, la hipocresía. Hasta que después de muchos años, muchas terapias, mucha confusión, rabia, rencor, pude vislumbrar de nuevo la figura de Jesús de Nazareth, escuchar su mensaje de amor, equidad y perdón. Pude acercarme a él y volver a confiar. Retomar una senda espiritual. Recuperar la alegría y librarme de la culpa de las espinas y de la condenación.

Me aparté de la iglesia, pero encontré a Jesús. Sin fanatismos ni aspavientos. Trato de seguir sus enseñanzas y reconozco que son difíciles: amor, perdón, reparación, equidad. En el día a día se atraviesan los rencores, la intolerancia, la soberbia, la rabia, las emociones fuera de control. Sin embargo, sé que ese amigo rebelde y asesinado por predicar el amor me entiende y me lleva de su mano. ¡Ya no tengo nada que temer!

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PD.: Mi día preferido es el Domingo de Resurrección. ¡No me gustan los latigazos, las coronas de espinas, las lanzas. Me gusta la vida y siempre espero un nuevo amanecer!

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