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Día oscuro

Lo mire a la cara. Había perdido varios kilos, pero su rostro permanecía igual de bello. La mirada tierna, triste. Tenía puesta la camisa de punto con la que le conocí. Nos bebimos el whisky lentamente.

11 de octubre de 2021 Por: Aura Lucía Mera

Vuelvo a aquel 12 de octubre en Guayaquil. Ese día en que nada volvió a ser igual. La mañana soleada, caliente y húmeda. Días antes había sentido una nube oscura que me apretaba. Un manto gris. Un yeso gris.
Una telaraña abstracta gris. Algo denso, oscuro. Amenazante.

Sin embargo esa mañana, repito, ardía el sol. Salí del hotel y me senté en la banca de un parque. Le pedí a un embolador que me limpiara los zapatos mientras me fumaba un Kent. Me supo a paja seca.

Regresé al hotel, si así se podía llamar aquella ‘suite ejecutiva’. Paredes pintadas de morado, cortinas moradas, muebles forrados en satín morado y colchas moradas. Una sala-comedor, dos habitaciones y una cocineta. Ventanas estrechas. Aire acondicionado.

Bajamos al segundo piso. Medio día. Un salón estrecho con butacas y mesitas de madera ordinaria. Dos sandwiches y dos whiskies dobles.
- “¿Sigues pensando en matarte?”.

- “Ya no resisto los dolores. Tú tienes la vida por delante y serás capaz de seguir”.

Lo mire a la cara. Había perdido varios kilos, pero su rostro permanecía igual de bello. La mirada tierna, triste. Tenía puesta la camisa de punto con la que le conocí. Nos bebimos el whisky lentamente.

- “Hoy es la última corrida. Ya nos vamos para siempre de este pueblo de mierda. En Europa buscamos la mejor clínica. Y si no tenemos plata, nos instalamos en la copa de un árbol a comer frutas. Lo importante es salir de aquí. Huele a muerto”.

Dejamos los sándwiches intactos. Otros dos whiskies y bajamos a pedir el taxi que nos llevaría a la última corrida. Ocho toros.
Me subí al taxi. Él no. Me dijo que estaba agotado y que llegaría al quinto toro. Me dio un beso en la frente y cerró la puerta. Le vi entrar al hotel.
Ya nos encontraríamos más tarde.

Jamás llegó. A las cinco en punto de la tarde sentí el vacío. Comprendí que no lo volvería a ver jamás.

Al entrar al hotel, tomar el ascensor desgastado y entrar, vi gente, caras desencajadas. Simplemente pregunté, “dónde está el cuerpo. No quiero verlo”. Se había incrustado una bala en el corazón.

Ya entrada la noche, con la amiga del alma, en otro hotel, llegó la autoridad y me invitó a “declarar”.

Llegué a una cárcel y después de preguntas obscenas me encerraron en una celda para delincuentes comunes. Se cerraron los pestillos de la reja y se inició la noche eterna del alma.

Me soltaron al día siguiente al caer la tarde. Un amigo hermano voló hasta Guayaquil y me rescató. Ya el cadáver estaba en Quito. Lo velaban en casa de un amigo.

Llegué al anochecer. Vi el féretro y no me acerqué. Tampoco pude llorar. Algo también había muerto en mí.

Han pasado muchos años. Pero cada 12 de octubre se vuelve a detener mi reloj interno. Y me interno en ese compartimento estanco en que guardo esa memoria, para que tome oxígeno, reviva, respire.

Vuelvo a ver su rostro. Su mirada tierna y triste. Cierro de nuevo con llave el recuerdo. Y a seguir mi camino, hasta dentro de un año, en el que me permito volver la vista atrás.

El amor sigue intacto. Somos como dos fantasmas que se buscan y se encuentran lejanos. ¡En otra dimensión nos volveremos a abrazar!

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