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Hasta luego, maestro

Livingston, Zambia. Dice Alberto Cortez que cuando un amigo se va, algo...

4 de julio de 2010 Por: Antonio José Caballero

Livingston, Zambia. Dice Alberto Cortez que cuando un amigo se va, algo se queda en el alma. Cuando supe la decisión de mi maestro Juan Gossaín el pasado miércoles, mucho se queda en mi alma. Ha sido largo el camino que una tarde de marzo de hace 27 años me invitó a andar a su lado, con propuestas nuevas para la radio que entonces concentraba Caracol desde las mañanas de 6:00 a.m. - 9:00 a.m. de nuestro amigo Yamid Amat.El destino nos juntó en el centro de Bogotá, al pie de un semáforo. Allí estaba yo y él andaba veloz en su chevette verde metálico con el que casi me atropella. “Acompáñeme porque renuncié a Caracol y me embarco en la dirección de RCN, donde usted me va a acompañar”.“Así por las buenas”, le contesté. “Lo que acaba de decir es una orden”. Y me subí al bólido rumbo a la Calle 19, luego a RCN, en la Calle 37. Allí comenzó lo más valioso de mi vida, que aún no conocía las urgencias, los sufrimientos, las mieles y las angustias de esta profesión que él ama. Esa agonía que se llama reportería.Era 1984 y la guerra en Colombia ya llevaba muchos años. En El Salvador y Nicaragua también estaba de moda matarse entre hermanos. Gossaín me dijo: “Vayase para allá y cuéntenos lo que encuentre por esos caminos de Dios, que parecen sin Dios y sin ley. Transmita todos esos horrores a ver si aprendemos a vivir en paz”. Duré tres meses allá, pero aquí no aprendimos la lección.Una tarde hablamos de lo que faltaba en la radio colombiana que ya era famosa en el mundo. Y el maestro propuso: la radio aquí se ha extendido tanto que se olvidó de Colombia. Entonces empezamos las tomas de las regiones. Nos fuimos a recorrer Colombia entera y allí conocieron al Gossaín provinciano que entendía el lenguaje y las urgencias de la provincia. Y era capaz de transmitirlas por RCN, que se convirtió en la radio de Colombia.Fue allí, en campos y veredas, en ciudades grandes y pueblos pequeños donde desplegó los vientos de su San Bernardo natal. Retó a oír la radio con esa voz ronca que rompía con la ortodoxia de nuestras grandes voces radiales. Esa voz la oyó Colombia, le gustó o se acostumbró. En todo caso, hasta el miércoles pasado fue parte de la mañana colombiana en campos y ciudades.Y llegaron los reconocimientos. Por eso las paredes de la cadena están forradas de diplomas que exaltan la labor de quien marcó la radio de este país y en el periodismo escrito, con la crónica que contaba las historias del ciudadano común en su lenguaje.Vino el Papa Juan Pablo II a Colombia y lo entrevistamos. Antes habíamos mostrado al país desde la montaña quiénes eran Tirofijo y Arenas. Y los mundiales de fútbol, que propuso cubrirlos desde donde fuera. Y le quitó el freno a la radio para que fuera más coloquial; para que fuera un acompañante cercano de quien va en el carro, a caballo o en bicicleta o a pie por los senderos de nuestra patria.Y hasta al ciclismo nos metimos y desde los transmóviles narramos las aventuras de quienes luchaban con las cordilleras colombianas. Y en cada meta una o mil sonrisas, o canciones o una banderita blanca y otra tricolor en señal de paz. Así es la gente nuestra, y así la vivimos con el maestro. Y las tomas guerrilleras, y los muertos inocentes, y los niños maltratados que le hacían quebrar la voz cuando compartíamos sus desgracias desde cualquier población.Hoy no me alcanza el papel para contar toda la historia. Sé que cuando pase la tormenta, él seguirá dando luces a los que estamos de salida y lo acompañamos. Y a los que vienen, para que no se acaben los cronistas en esta Nación que necesita saber sus historias para no repetirlas. Era una decisión que el maestro sabe por qué la tomó. Pero sé que seguirá atento al país que respeta y lo respeta. Y con el mismo carácter estará atento a denunciar los abusos y la corrupción. Por eso no le digo adiós. Sólo reciba un hasta luego en esta tarde triste en Johannesburgo. ¡Dios se lo pague, maestro!