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“Toda religión es una religión de amor para sus fieles y, en...

21 de enero de 2015 Por: Alberto Valencia Gutiérrez

“Toda religión es una religión de amor para sus fieles y, en cambio, cruel e intolerante para aquellos que no la reconocen”. Siempre creí que esta frase de Freud, que aparece en su libro Psicología de las masas y análisis del yo, era una manera de dar cuenta de lo que ocurría en épocas de “bárbaras naciones”, en las que los motivos religiosos eran la causa de innumerables “guerras santas”, masacres y “cruzadas contra los infieles”. Pero la muerte de los periodistas de París, por parte de un grupo de musulmanes a comienzos del año, demuestra lo contrario. Increíble pero cierto: la gente todavía mata y se hace matar por cuestiones religiosas. ¿De dónde procede un hecho de esta naturaleza?La globalización, esa nueva forma de organización social orientada a la homogeneización de las costumbres en todos los ámbitos, ha tenido como resultado inesperado y paradójico la irrupción de múltiples formas de identidad colectiva y de singularidad cultural, pero sobre todo ha propiciado un nuevo auge de los fundamentalismos, que hubiéramos querido ver superados definitivamente en la historia humana. Hasta un determinado momento las sociedades se construían alrededor de un Estado nacional. Hoy en día, como resultado de los procesos de globalización, esos Estados nacionales han visto afectadas algunas de sus funciones tradicionales ante una serie de instancias globales que les marcan nuevas pautas. Ya no podemos comprender el funcionamiento de la economía, la política, la sociedad y la cultura si nos limitamos a los espacios nacionales y no tenemos en cuenta la manera como todas estas actividades se han insertado en un mundo global. Y esto ha ocurrido también con el fenómeno religioso en el caso particular del islamismo. La religión islámica, representada por el Corán y por el profeta, estuvo sometida durante buena parte del Siglo XX a la autoridad de los Estados islámicos, y cada uno de ellos le daba su tonalidad particular. Sin embargo, desde los años 1970, con el ayatolá Jomeini, se produce una verdadera revolución cultural en el islamismo, que reconstruye sus fundamentos y sus nexos con el mundo profano, y conduce a una “sacralización de la política”: la “ley divina” se pone por encima de las autoridades civiles y se crea una especie de “confraternidad universal” (umma) que para sus fieles es más importante que sus referentes locales y nacionales. Ya no es la religión la que se somete al Estado sino el Estado el que se tiene que someter a la religión. Los creyentes pierden incluso su propia individualidad bajo la idea de que sólo como miembros de esa “gran comunidad” se pueden realizar plenamente y la “muerte por la gloria de Alᔠse convierte en su máxima aspiración, como vimos en el caso de los pilotos suicidas que estrellaron aviones contra las torres gemelas de Nueva York, para ganar un lugar privilegiado en el cielo.Con la idea de que hay que “imponer la ley de Dios” en todo el orbe y de que hay que “eliminar la diferencia entre el mundo musulmán y el mundo no musulmán”, el islamismo se ha globalizado. La identidad islámica, que parecía tan arcaica, se nutre de las modernas tendencias universales. Y allí precisamente se encuentra la fuente del fundamentalismo que conduce a este tipo de tragedias. El problema es que Occidente no ha encontrado el tono que le permita dialogar con el islamismo. Y no es precisamente por la vía de la guerra, como George Bush en su momento, o por medio de la sátira y la ridiculización de sus creencias, como los caricaturistas franceses, como se va a encontrar una forma de convivencia con una religión que agrupa a más de mil millones de seguidores en todo el mundo, dispuestos a ir al martirio y a la “guerra santa”, por un libro y un profeta.