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Durante tres décadas, una ‘hegemonía para-mafiosa’ permeó y tomó posición en el tejido social, desplazando una ‘hegemonía filantrópica’ que la había precedido y que cedió ante la arremetida de la economía ilegal

11 de diciembre de 2018 Por: Álvaro Guzmán Barney

Recientemente han salido noticias contradictorias sobre la seguridad y la violencia en la ciudad de Cali. Si nos atenemos a las cifras de homicidios, puede ser cierto que este año termine con una cifra menor, con una tasa cercana a 48, si el tamaño de la población era el que proyectaba el Dane. Esta es una buena noticia, pero no deja de colocar a la ciudad como la más violenta de Colombia, entre las grandes ciudades. El rasgo distintivo de Cali y del Valle del Cauca es que sus tasas, desde 1991, han estado siempre por encima de las tasas nacionales, con todo y la guerra que vivimos en la geografía nacional. Este es el tema importante por aclarar y no se puede esperar ingenuamente que una alcaldía lo solucione con su iniciativa y menos con la precariedad de políticas públicas de seguridad que nos caracteriza. El segundo año de la alcaldía de Rodrigo Guerrero, un conocedor del tema, fue de 83, la más alta desde 2005. La tasa disminuyó desde 2014, pero es muy alta, sin que se sepa precisamente por qué.

Hay planteamientos de diverso tipo sobre lo que sucede en la ciudad. Varios apuntan al lugar común de la pobreza y de los migrantes. Los casos individuales no dan para apoyar empíricamente esta argumentación. Algunos la sofistican señalando, en los sectores populares, el rol de las pandillas y del microtráfico en la violencia urbana. Es una visión sostenida a menudo por la Policía y recientemente escuché una exposición en el mismo sentido de la Agencia de Naciones Unidas contra el Crimen y la Droga. Son consideraciones parcialmente correctas que develan correlaciones entre el territorio urbano, las pandillas y el microtráfico, buscando una explicación en estos sectores que realmente son víctimas, en lugar de preguntarse por los aspectos contextuales que hacen posible esta situación.

El artículo de Gustavo Moreno (El País, dic. 3/2018), apunta correctamente al centrar la explicación en el narcotráfico, una forma de acumulación ilegal con enorme poder y capacidad de despliegue de violencia. Sin embargo, esta explicación, que también se ha traído a cuento para otras ciudades latinoamericanas, tiene complicaciones. En efecto, el narcotráfico afecta a varias ciudades colombianas que sufren el mismo problema, pero sus tasas de violencia homicida son menores a las caleñas. ¿Qué decir entonces de nuestro caso?

El impacto del narcotráfico en la ciudad desde los años 80 fue devastador sobre el conjunto de la sociedad caleña y valluna: su economía ilegal, su forma de vincularse con la política y de manejar el Estado, los valores y la cultura que promovió. Esto continuó, a pesar del desmantelamiento del Cartel, con otras formas de organización y de vínculos nacionales e internacionales. Durante tres décadas, una ‘hegemonía para-mafiosa’ permeó y tomó posición en el tejido social, desplazando una ‘hegemonía filantrópica’ que la había precedido y que cedió ante la arremetida de la economía ilegal. Hoy en día ya no es sólo el narcotráfico. Es una cultura para-mafiosa que domina la economía, la legal y la ilegal, la manera de hacer política y de llegar al poder del Estado. También en las relaciones sociales que establecemos como individuos, en los valores culturales que dominan nuestras formas de ocio y de relaciones de género. En otras palabras, el capital social se transformó negativamente. Es un tejido proclive al uso de la violencia en los más distintos ámbitos. Por supuesto que sobreviven ‘núcleos de civilidad’ en la ciudad. Se requiere una dura tarea para contrabalancear esta situación, promoviendo la convivencia, la civilidad y la justicia. Hay que trabajar por la institucionalidad del Estado de Derecho, por una Policía eficiente y legítima, por una economía de mercado que satisfaga los requerimientos de formalización del trabajo.