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Como pocas veces en la vida, el mes pasado tuvimos la oportunidad...

10 de abril de 2013 Por: Alberto José Holguín

Como pocas veces en la vida, el mes pasado tuvimos la oportunidad de vivir los contrastes entre un par de acontecimientos de gran importancia protagonizados por dos personajes tan distintos como el agua y el aceite que tenían una sola cosa en común: ser ambos suramericanos. Como ustedes supondrán, me refiero a Hugo Chávez cuya muerte, aparentemente, ocurrió el día 5; y a Juan Mario Bergoglio, elegido Papa el día 13. El primero de 54 años y el segundo de 76; aquel terminando su vida cuando creía estar en la gloria, y éste iniciando el mejor momento de su existencia. Como las consecuencias de estas dos noticias apenas empiezan a verse, seguirán siendo de actualidad por mucho tiempo.Podrá parecer que estoy tomando partido contra Chávez y en favor de Bergoglio, pero no es así. Me estoy limitando a recordar y analizar, aunque sea someramente, lo que vimos, escuchamos y leímos en las últimas semanas. La muerte de Chávez estuvo rodeada de misterio, cosa absurda porque en la vida lo más natural es morir; en tanto que el nombramiento de quien escogería el nombre de Francisco, fue claro y diáfano como la luz, a pesar de las tradiciones pontificias que, a veces, son difíciles de entender. Una vez ocurridos los hechos, empezó la fiesta: en Venezuela con llanto, patéticas escenas de dolor, e insultos contra quienes no compartieron las ideas del ‘comandante’; en el mundo con sonrisas y felicitaciones al nuevo Pontífice. En Caracas se vio el desfile más concurrido que se recuerde, en el que miles y miles de fanáticos vestidos de rojo se lamentaban y gemían, como las plañideras de épocas pasadas, siguiendo el féretro en un eterno recorrido de casi 18 kilómetros; en Roma, una multitud también enorme, atendía con respeto las sobrias ceremonias. Mientras en El Vaticano, acabado de ser elegido Papa por el Cónclave, en un gesto de humildad Francisco pedía la bendición de quienes lo vitoreaban, en Caracas, Nicolás Maduro, acabado de ser elegido Presidente por arte de magia, en un gesto de arrogancia colocaba a Chávez sobre un pedestal tan alto que lo hizo inalcanzable para cualquier ser humano. Mientras el nuevo Papa pedía la ayuda del Espíritu Santo, el nuevo Presidente llegaba al absurdo de decir que el nombramiento de aquel había sido consecuencia de la influencia de Chávez ante su amigo Jesucristo. Pasados unos días, en un gesto de sencillez, Francisco no aceptó las finas sandalias tradicionalmente usadas por los papas y siguió luciendo su vieja cruz de plata en vez de la de oro que le ofrecían; Maduro, en cambio, vistió la espantosa camisa tricolor diseñada hace algún tiempo por su jefe y, lejos de mostrar humildad, parecía un bimbo gesticulando desde la plataforma de un campero y desde las tarimas que encontraba a su paso. Francisco es el legítimo sucesor de san Pedro; Maduro cree ser la reencarnación de Chávez y, como tal, está convencido de que es descendiente directo no sólo de Bolívar sino también del mismísimo Dios.¿En qué irán a parar dos personajes tan distintos? Es muy posible que Francisco se siga ganado la voluntad del mundo, especialmente si promueve algunos de los cambios que tan urgentemente necesita la Iglesia; y Maduro, a pesar de que, aparentemente, se ha empezado a desdibujar el mito del “comandante”, casi con seguridad triunfará en las elecciones del próximo domingo e iniciará la dura travesía de pretender ser el presidente Chávez, sin serlo.