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Pablo Córdova, el hombre que pasó 40 horas bajo los escombros en Portoviejo

El hombre que trabajaba en el hotel El Gato, estaba en el segundo piso de la edificación cuando empezó a temblar la tierra.

21 de abril de 2016 Por: Marcos Vaca M. | Enviado especial de El País, Portoviejo, Ecuador.

El hombre que trabajaba en el hotel El Gato, estaba en el segundo piso de la edificación cuando empezó a temblar la tierra.

Se dice que el destino pone pruebas duras antes de que algo bueno llegue a la vida. En medio de tanta tristeza, ayer Pablo Córdova vivía una fiesta en el barrio San Marcos, en Portoviejo, capital de la provincia de Manabí.

Él sobrevivió al terremoto que sacudió a la costa ecuatoriana el pasado sábado y  fue rescatado por los Bomberos de Bogotá luego de pasar casi 40 horas bajo los escombros.

Sus vecinos estaban tan felices de ver a don Pablo que lo abrazaban, aplaudían y hasta lloraban. Él venció al terremoto o simplemente Pablo quería saborear un poco más de la vida.

 Tiene 52 años, dos más que su esposa, Sonia Zambrano. A ella, las vecinas le decían que no perdiera la esperanza, que su esposo iba a salir con vida de esta tragedia.

Pero  no sabía qué creer, no veía ni las noticias para que la tragedia no le doliera más. Estaba resignada a perder al hombre de su casa y hasta había pedido ayuda para comprar el ataúd.

Pablo Córdova trabajaba en el hotel El Gato, en la histórica calle Pedro Gual de Potoviejo. Estaba en el segundo piso de la edificación cuando empezó a temblar la tierra. El fin de semana debía trabajar desde la 1:00 p.m. del sábado hasta las 8:00 p.m. del domingo.

 Los misterios de la salvación

El centro de Portoviejo está cerrado. La Policía Nacional evita que los curiosos entren a la zona de desastre. Impresiona ver edificios altos con paredes rotas y virados. En uno que otro local se ve gente sacando cosas, lo poco que queda. Del hotel El Gato no existe más que escombros. Es casi imposible pensar que de ahí salió un sobreviviente.

Tras el remezón, Pablo Córdova perdió la consciencia y cuando la recobró estaba “milagrosamente” debajo de un mueble. Se sentía golpeado en el pecho y de ahí ocurrieron, según él, cosas fantásticas. 

Apareció la linterna que usaban cuando en el barrio se iba la luz eléctrica. Le sirvió para alumbrar su entorno y tratar de ubicarse. Tres pisos con 36 habitaciones estaban sobre él. Eran las 8:45 p.m., casi una hora después del terremoto, según registraba con su celular.

Portoviejo es caluroso, aunque en estos últimos días ha estado relativamente fresco. 

El sábado Córdova sentía calor, se sacó la camiseta para no perder líquidos rápidamente. Localizó una esponja y se puso en la espalda para tratar de mitigar el dolor que sentía en su parte trasera.

Sonia Zambrano, su esposa, cataloga a su marido como del tipo tranquilo. De aquellos que trata de evitar problemas. Él es el que suele calmarla cuando ella se molesta. El sábado en la noche Pablo no estaba y a ella se le subió la presión. Además, sus nietos preguntaban por el abuelo. Las cosas parecían que no iban bien.

En el centro de la ciudad, con el pasar de las horas, empezaba a oler mal por los cuerpos en descomposición.

 Los protocolos de rescate dicen que antes de que entre maquinaria pesada a los edificios destruidos, deben pasar 72 horas. Así lo explica Melvin Humberto Ferrer, líder del grupo de rescatistas de El Salvador. Ellos están en el país desde el lunes y aunque no han recuperado personas con vida, conocen el sentimiento de encontrar un sobreviviente luego de tanto tiempo: “mire cómo se me pone la piel solo de pensar”, dice Ferrer mientras busca más sobrevivientes en el centro de Portoviejo.

La idea es que las maquinarias sean el siguiente recurso luego de que los rescatistas peinen los escombros. 

Vea aquí: Las angustiantes labores de rescate en Ecuador en 30 imágenes

El lunes Pablo Córdova ya escuchaba los tractores y se encomendó a Dios: “Padre, si por algo quisiste que sobreviviera al  terremoto, no dejes que me pase algo ahora”.

Durante las casi 40 horas que pasó atrapado realizó meditación para generar la sensación de alimentación. Imaginaba que bebía e ingería alimentos. Ese poder creativo de su mente, asegura, hizo que él se sintiera satisfecho y hasta le provocaba necesidades biológicas. Con su orina se refrescaba los labios, en medio del calor.

Pasaban las horas. Su esposa rezaba a la Virgen de Guadalupe y él recuerda que, a pesar del calor, entraba un hilo de brisa. No había nadie más ahí; Pablo estaba solo. En el resto de la ciudad los rescatistas ya sacaban a otras personas con vida. Al teniente coronel Cristian Macías, de los bomberos de Santa Ana, le tocó rescatar a dos personas de este terremoto. Una de ellas, era una chica que trabajaba en una farmacia de la calle Chile. 

La operación duró cuatro eras. “Ella nos dijo que éramos unos ángeles” y él replicó: “no, somos personas igual que tú, que hacemos nuestro trabajo”.

Esa misma esperanza tenía Pablo Córdova y por eso ocurrió otra cosa fantástica el lunes. Ya había puesto su vida en manos de Dios, pero también había pedido una señal  para seguir en la lucha. Su celular empezó a funcionar, a tener señal y empezó a marcar. Su esposa no contestó, llamó al Gerente del hotel y tampoco tuvo suerte hasta que marcó a una amiga en la provincia de Esmeraldas: “señora Verónica, comunique que estoy vivo y que estoy atrapado. Están moviendo los escombros y me pueden matar”.

Llegó la esperanza. Marcó otra vez a su esposa: mi amor estoy vivo. Ella pensó que era una mala broma de alguien porque no reconocía el número de teléfono. Pablo había cambiado de operadora y Sonia no tenía registrado el nuevo número.

La noticia se regó. Su amigo del alma, Quindío Ostaiza fue a la calle a ver el rescate. Lloraba de la alegría al ver a su compadre de las batallas del barrio San Marcos. Los Bomberos de Bogotá ejecutaron la búsqueda y lo sacaron.

“Muchas gracias ‘pelaos’”, les dijo y les entregó su vida como agradecimiento. Eran las 4:00 p.m. del lunes, cuando volvió a vivir.

Ayer, al mediodía, recibió el alta del hospital; luego de pasar casi dos días interno. Llegó a su casa de madera, dio uno de esos interminables abrazos a sus pequeños nietos José Ignacio y Adriana e hizo que más de uno llore de alegría en Portoviejo, donde no sólo hay tragedia, donde pareciera que contar los muertos es más fácil que contar los vivos.

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