El pais
SUSCRÍBETE

Inicio

Mundo

Artículo

La historia de Gérard Moss, un inglés de alma brasilera que le dio la vuelta al mundo

El sueño de los adolescentes mochileros es la realidad de este hombre que al hallar lo que buscaba también encontró una forma de ganarse la vida, haciendo algo tan complicado como simple. Charla de minutos en medio de su tercer recorrido alrededor del planeta.

22 de junio de 2014 Por: Jorge Enrique Rojas | El País.

El sueño de los adolescentes mochileros es la realidad de este hombre que al hallar lo que buscaba también encontró una forma de ganarse la vida, haciendo algo tan complicado como simple. Charla de minutos en medio de su tercer recorrido alrededor del planeta.

Y un día, entonces, Gérard Moss tomó la decisión: venderlo todo. La empresa y el carro, todas las cosas que se supone hay que perseguir en la vida para que la vida cobre sentido en el mundo de las posesiones. Tenía treinta y pico de años y, se supone también, era un hombre de éxito: madrugaba, usaba corbata y cada mes recibía un cheque. Pero un día se aburrió de no encontrar sentido en todo eso así que juntó lo que pudo, compró una avioneta y salió a darle la vuelta al mundo con su esposa Margi vestida de copiloto.Empezaron en 1989 y terminaron en 1992. A veces podían pasar un par de días en un sitio. A veces podían vivir un par de meses en otro. ¿De qué dependía? De nada. De todo. De lo que vieran después de un aterrizaje o de lo que quisieran ver al otro lado del viento: los gorilas libres en los bosques del Zaire o los caleidoscopios que se forman en las profundidades marinas de la isla volcánica de Sipadán en Borneo. Otras veces el destino amanecía dependiendo de un amoroso capricho: si un día despertaban con ganas de tender un mantel para hacer un picnic, a la luz de la puesta de sol en la Isla de Pascua, alzaban vuelo con esa única urgencia.Siguiendo la brújula del deseo llegaron a cincuenta países, cuatro continentes y un récord que no se habían propuesto pero que quedó escrito para ser recordado en el mundo donde todo debe ser medido y comparado: lograr atravesar por primera vez el Pacífico Sur, entre Australia y Chile, en una aeronave de un solo motor. En mundomoss.com.br, un sitio web que recopila algunos detalles de la aventura, hay estadísticas disponibles para quienes pueden leer la vida a través de números: 700 horas de vuelo, 312 aterrizajes, una sola llanta pinchada en todo el camino y 120.000 kilómetros recorridos en 32 meses de viaje, que es algo así como darle tres veces la vuelta a la circunferencia de la tierra. Cuando habla, sin embargo, el culpable de todas esas marcas no se detiene para darles importancia: “Nosotros lo único que queríamos era una experiencia. El mejor presente en la vida es tener experiencias y nosotros queríamos eso. Empezamos por curiosidad y terminamos entiendo cómo queríamos seguir viviendo”. Desde hace 22 años, pues, ya nada depende de una corbata. El momento exacto en que ocurrió, el día, la hora, el tamaño del sol, los dibujos que las nubes hacían en el cielo cuando ese hombre tomó la decisión de mandarlo todo lejos, es por ahora una incógnita que no alcanza a ser resuelta a través de sus palabras. Gérard Moss está de paso en Cali y habla con cierto afán: viene bajando desde Canadá en su tercera vuelta al mundo, esta vez por tierra, conduciendo un Land Rover Defender blanco. Margi, por supuesto, va en el asiento del copiloto. Ambos nacieron en Inglaterra pero tienen nacionalidad brasilera y en contravía de la herencia genética de esos países donde el fútbol fue inventado y reinventado, lo que pase alrededor de una pelota los tiene sin cuidado. Gérard, de hecho, cree que la organización del Mundial en su segunda patria, con sus 15.000 millones de dólares invertidos en cemento, fue un despropósito. Así que viajar justo en esta época es, de nuevo, darle sentido de las cosas: mientras un balón detiene la vida en algunos lugares, la vida real continúa en otros.***Gérard es alto y rubio, de pelo ensortijado y un tupido bigote de cerdas amarillas, que enmarca una sonrisa que también podría pertenecer a un galán de cine de los años 50. Sus ojos son azules y verdes, como el cielo o un lago, cambiante de color dependiendo de la luz que le pegue de frente. Si Hollywood quisiera llevar su historia al cine probablemente contratarían a un tipo como Bradley Cooper o Matthew McConaughey para encarnar la juventud de ese trotamundos de mentón partido. A su paso por Cali vestía un polo azul sin marcas visibles, pantalón safari, tenis de montañismo y un reloj Swatch Wildy YCS4024 de pulso de látex, dotado con cronógrafo y taquímetro que no vale más de 150 dólares y no es ningún lujo para alguien que vive de darle la vuelta al planeta. “Fui diferente desde entonces. Salí del mundo del materialismo y decidí no volver a abrir un negocio. Desde entonces decidí vivir una vida más simple”. Gérard es piloto y antes tenía una empresa de aviación pero después de su primera odisea fueron las empresas las que empezaron a buscarlo a él. “Ver el mundo desde arriba, verlo como lo vi, fue una revelación: me sentí muy mal por el descuido y el estado del agua en muchas partes”. Tiempo después de aterrizar, dedicado al estudio y conservación del medio ambiente, le propusieron que se fuera otra vez de viaje, esta vez en una avioneta anfibia, tomando muestras en los ríos brasileros. Gérard tardó 14 meses haciendo 1.160 paradas en un recorrido que de haber sido lineal equivaldría a dos vueltas y media al planeta. Luego le propusieron un reto: ¿Podrías darle la vuelta al mundo en 100 días piloteando un moto planeador? ¿Sabes que nadie lo ha hecho? Después de planificarlo durante un año entero respaldado por un equipo de seis personas que trabajó sin descanso intentando prever lo imprevisible de ese viaje, a bordo de un Embraer Ximango, Gérard se convirtió en el primer hombre en el planeta de los conteos en cumplir la hazaña. “Lo más difícil fue el recorrido entre Cabo Verde (frente a las costas de Senegal) y el archipiélago Fernando Noronha (Brasil): 14 horas seguidas en una ruta muy difícil, con un muy mal tiempo. Si me lo preguntas, ese aterrizaje es uno de los momentos más felices de mi vida: es imposible alcanzar una gran felicidad sin pasar por una gran dificultad. No, en esos 100 días nunca me enfermé; bueno, me dio alguna gripe, nada grave. En situaciones como esas el cuerpo se comprime, es como una roca. Yo me enfermé después de terminar: pasé diez en cama con todo descompuesto”. Al parecer algo allá arriba, en el cielo o en la dimensión donde se trazan los destinos, premia los actos de valor: no el de atravesar el mundo en 100 días, no el de sortear peripecias como las provocadas por un operador aéreo que no permite aterrizar en la India después de varias horas de vuelo, sino la valentía de perseguir lo que se quiere, defender lo que se ama, ir detrás de las convicciones por encima de las imposiciones. Así que gracias a eso y como consecuencia de todo eso, Gérard ahora vive de darle la vuelta al mundo: sus viajes se han convertido en libros que en ciertos casos sirven de inspiración para alguna gente y en otros casos para emprender trabajos y estudios de conservación medioambiental en Brasil y en otras partes. El hombre, entonces, también va de aquí para allá dando conferencias sobre lo que vio y lo que cree ahora, después de haberle encontrado sentido a su vida en la complejidad de lo simple: “La mayoría de personas que me encontré dándole la vuelta al mundo eran más pobres que yo, pero también más felices que yo”.Gérard está sentado en una banca abullonada de la cafetería del Museo Aéreo Fénix que funciona al lado del aeropuerto y fue fundado por su amigo el también piloto y soñador José Guillermo Pardo. En esta ocasión, darle la vuelta al mundo no tenía ningún propósito distinto a disfrutar el viaje. Hace poco más o menos cuatro meses salieron conduciendo desde Brasil, atravesaron el continente, embarcaron el campero en Las Guyanas, volaron hasta Europa, recorrieron, vivieron, pararon donde quisieron, embarcaron otra vez el auto, volaron hasta Canadá y empezaron a bajar de regreso a casa. Por esa razón Gérard habla afanado con el afán que habita en su mundo. No en el mundo, sino en su mundo: el mundo de un hombre feliz. “Podemos hablar diez o quince minutos porque debo estar dentro de poco en Popayán”, dijo antes de empezar la charla que se extendió por media hora, quizás un poco menos, quizás un poco más. ¿A quién le importa? En el universo de la felicidad, los relojes no funcionan.

AHORA EN Mundo