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Ser policía en Toribío, en el norte del Cauca, es un acto de fe y valentía

Allí, donde las Farc detonaron una chiva-bomba, llevar un uniforme puede ser un riesgo insospechado. Crónica de asuntos, silencios indavertidos, en la guerra que azota al norte del Cauca.

17 de julio de 2011 Por: Jorge Enrique Rojas

Allí, donde las Farc detonaron una chiva-bomba, llevar un uniforme puede ser un riesgo insospechado. Crónica de asuntos, silencios indavertidos, en la guerra que azota al norte del Cauca.

Cuatro días después de todo aquello, junto a la entrada de la estación de Policía quedaba un saco de arena distante de todo lo demás. Lejos de la tierra revuelta, de los camastros retorcidos, de las pilas de chatarra y escombros, el saco de arena permanecía ahí, con la boca abierta al cielo y una cruz de metal clavada en la mitad. Nadie sabe dónde fue exactamente, pero allí, o por allí, quedaron los restos del sargento Hernández. Cuatro días antes, cuando ocurrió todo aquello, él estaba a cien metros, en la garita contra la que se estrelló la chiva cargada de explosivos enviada por las Farc. Hernández recién había terminado turno de guardia y a esa hora, las diez y media de la mañana, hablaba con un compañero. Quién sabe de qué conversaba: tal vez de sus tres hijos pequeños, o de lo poco que le faltaba para que lo trasladaran, o de su cumpleaños, que era esta semana. O tal vez hablaba de su mamá; entonces seguramente habrá contado que ella, cuando supo que lo mandaban a Toribío, buscó al teniente Santana, comandante de la estación, para encomendarle que lo cuidara. O tal vez contaba de su huerta: sobre un terreno olvidado detrás de la estación, el hombre llevaba ya tiempo sembrando tomates, yuca, cilantro. Hernández, ahora recordado con un saco de arena, creía después de todo que la de Toribío aún era buena tierra. José Luis Abel, miembro de la guardia indígena que ayudó en el levantamiento, dice ahora que nunca antes vio algo así. Abel aprieta los ojos, menea la cabeza, encoje los hombros: no, nunca vio algo así, tan horrible. Ya con los ojos abiertos se limita a contar sólo algo: para poder recoger lo que quedó esparcido del cuerpo expuesto, primero hubo que espantar gallinas, perros, marranos que corriendo libres por el pueblo luego de que casas y corrales quedaran reventados por la explosión, llegaron hasta ahí atraídos por los restos. El levantamiento tardó más de dos horas. Cuatro días después de todo aquello, viendo esa cruz de metal que apunta al cielo de Toribío, sucio de nubes de polvo y ripio de ladrillo ascendiendo en espiral, la incomprensión entonces se pregunta: ¿Qué otras animaladas habrán ocurrido en medio de esta guerra sin pies ni cabeza? ¿Cómo es ser policía en ese pueblo que en los últimos veinte años ha padecido catorce tomas guerrilleras y seiscientos hostigamientos?Hombres invisibles, mudosLos policías de Toribío viven en un búnker levantado sobre un terreno en el que podrían estacionarse tres tanques de guerra. Se trata de una construcción con paredes de concreto capaces de soportar disparos de calibre 7,62; esas balas, lanzadas a cierta distancia, podrían partir un buey manso a la mitad. En lo alto de los muros, de cara a las montañas verdes y afiladas que rodean todo el pueblo, las huellas de los proyectiles se ven violentamente grabadas una tras otra, una sobre otra, como una salpicadura blanca rociada por una máquina sin control. El búnker fue levantado después del 2002, luego de que doscientos hombres de la columna Jacobo Arenas de las Farc arreciaran durante veinte horas seguidas contra la estación de entonces. Recordando ese día, la señora M.P., una campesina que vive a pocas cuadras de la plaza central, cuenta de disparos cayendo de todas partes como aguaceros de plomo. Con la edificación en ruinas, los catorce uniformados que la defendían tuvieron que rendirse cuando se les acabó la munición. Sólo una movilización de los habitantes del pueblo, que salieron de sus casas para rodear a los maltrechos agentes, impidió que la guerrilla se los llevara. Al día siguiente, el jefe subversivo que comandó el ataque dijo ante las cámaras de los noticieros que llegaron a cubrir lo que iba a ser un secuestro masivo, que les concedía la libertad porque habían peleado como “verdaderos varones”. La guerrilla sólo se llevó el armamento. Durante varios meses, recuerda el alcalde Carlos Alberto Banguero, el pueblo se quedó sin Policía. El búnker pues, fue construido para intentar evitar que se repitiera aquella historia. Y la guerrilla lo ha tomado como un desafío: sólo entre el año pasado y lo que va de este, ya se cuentan 38 ataques.Adentro, el búnker ha ido siendo adaptado como una reducción de la realidad. Allá hay una cancha de microfútbol, un pequeño gimnasio, una cafetería y una sala de televisión donde cada tanto los policías llevan películas o conectan consolas de videojuegos para matar el tiempo libre. Pero quizás, confiesa el cabo B, el servicio más preciado por todos ellos es la conexión a internet. En sus dormitorios, pequeños cuartos con camarotes adornados por fotos de esposas amorosas y cartas coloreadas por manos infantiles, los computadores personales funcionan como el cordón umbilical que los une con el mundo que quedó afuera. Generalmente, cuando son enviados a Toribío, los policías llegan con una asignación temporal de seis meses durante la cual rara vez logran ver a sus familiares. En ese tiempo no hay salidas, ni permisos; aquello sólo es posible en caso de una calamidad doméstica: una grave enfermedad, algún fallecimiento. Los uniformados, además, casi nunca tienen más de un día de descanso. ¿Así que para qué traer a un ser querido a la boca del lobo?, se pregunta el cabo B mientras cuenta que, como consecuencia, entre los mayores problemas que deben sortear allá adentro no sólo están las balas disparadas desde cualquier flanco sino una intempestiva caída de la red.Un ex comandante de la estación cuenta que todo aquello, quizás visto desde afuera como simples facilidades, en realidad es todo lo contrario: “Esto se ha hecho, básicamente, para que ellos sólo salgan del búnker a patrullar. En el pueblo no mercan, no se peluquean, no compran zapatos. En momentos de ataques, nos han disparado desde adentro de algunas casas; los tiros pueden salir desde cualquier parte”. El padre Ezio Roattino, un misionero de la Consolatta que desde hace catorce años es párroco de Toribío, cuenta que en este último ataque, antes de que explotara la Chiva-bomba, él vio pasar muchachitos, menores de edad, cargados con armas que luego terminaron en manos de milicianos que apuntaron contra la estación.En las calles hay también una verdad bien sabida por los policías: las chicas más bonitas tienen prohibido hablarles. Resguardándose del sol bajo la saliente de un techo, uno de ellos cuenta que se han conocido casos de muchachas que fueron obligadas a dejar el pueblo por orden de la guerrilla, luego de que fueran vistas conversando con algún uniformado. En Toribío, además de invisibles, los policías también están condenados a la mudez.Leyendas invisibles, que gritanEl agente A.R. llegó hace apenas un mes. Fue trasladado de Belalcázar (Cauca) y cuenta que el día que se enteró de la noticia sintió un corrientazo helado recorriéndole toda la espina dorsal. A.R. ahora está adentro de una de las garitas que hay al rededor del búnker: trincheras de tres metros cuadrados armadas con sacos de arena que apenas dejan entrar la luz por los mismos orificios por los que el policía saca la boca del fusil. Adentro, antes de que caigan sobre el barro del suelo, las partículas de polvo y ripio de ladrillo provenientes del pueblo destruido, se alcanzan a divisar suspendidas en el aire. Los policías, mudos afuera, aprovechan las vigas de madera que sostienen el techo para escribir cosas que, del otro lado, tal vez nunca puedan decir. Una leyenda, apuntada con una caligrafía pegada, sin puntos sobre las íes y vocales chuecas grabadas con tinta azul, sobresale por encima de todas las demás: Se cuidan compañeros, oren mucho. Dios nos permita salir de aquí...

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