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Ocho jóvenes desplazados de Buenaventura se la juegan en Cali por el sueño del fútbol

Los jóvenes, provenientes de los barrios más marginados del puerto, salieron de Buenaventura para evitar caer en la guerra de las bandas criminales. En Cali, su única esperanza es el fútbol.

29 de abril de 2014 Por: Yefferson Ospina | Reportero de El País

Los jóvenes, provenientes de los barrios más marginados del puerto, salieron de Buenaventura para evitar caer en la guerra de las bandas criminales. En Cali, su única esperanza es el fútbol.

Manuel, Jhonatan, Jhoiner y Mauricio tienen 17 años, William y Hamilton tienen 19, Alexis, el menor de todos ellos, 16. El mayor, Anderson, tiene 20 años. Su destino común es a la vez trágico y lleno de esperanza. Todos ellos llegaron hace algo más de tres meses a Cali desde los barrios más desolados por la violencia de Buenaventura, por la misma razón: salvar su vida.A Alexis, que vive en un barrio dominado por cierta banda criminal, los de la otra banda lo confundieron varias veces y alguna vez le pusieron un arma en la cabeza. El matón, luego de verlo a la cara dijo: "no, este no es..." A Hamilton, que vivía en el barrio Miraflores, lo incluyeron en algo que se llama la lista negra. Su mamá le dijo: “se va de acá mijo, porque me lo van a matar...”. Cada uno de los otros muchachos puede contar algo semejante y, al hacerlo, es como si de pronto enumeraran con ejemplos individuales todo el drama descarnado de Buenaventura, como si los 14 desmembrados que se han contado este año, los 31 desaparecidos, los más de 138 homicidios, los otros 25 jóvenes que como ellos han tenido que desplazarse, dejaran de ser meras cifras para convertirse en experiencias vivas adquiriendo las dimensiones abismales que tienen solo para aquellos que las han padecido en carne propia. Lea aquí: Jóvenes huyen de Buenaventura para evitar caer en guerra entre bandas criminalesEl otro rasgo común de los chicos es que comparten una misma esperanza: el fútbol. Hace algo más de cuatro meses, Luis Eduardo Vargas, un profesor de fútbol que tiene una escuela en el barrio El Vallado, viajó hasta Buenaventura en busca de jugadores. Lea aquí: En el Vallado, un exfutbolista da lecciones para jugar un clásico contra la miseriaUn mes después empezó a recibir llamadas de los chicos, cada uno diciéndole que se iba porque allá, en Buenaventura, no tenían oportunidades para lo suyo, el fútbol. Lo cierto es que tampoco tenían muchas oportunidades de sobrevivir. De Buenaventura al ValladoDurante la primera semana de febrero de este año llegaron los ochos chicos hasta donde el profesor Eduardo. Como en todo destierro, cada uno de esos muchachos contenía la atroz incertidumbre de ignorar por completo todo lo que sería de la vida, incluido en su futuro más inmediato: qué iban a comer, de qué iban a vivir. ¿Hacia dónde iban? No lo sabían. Ninguno de ellos conocía Cali. En El Vallado, Eduardo había rentado por un mes un pequeño apartamento para que los chicos vivieran. Consiguió ocho colchones y una nevera algo oxidada. Los colchones fueron puestos en seguidilla sobre el piso de la sala de apartamento y el cuarto trasero se destinó para que guardaran sus maletas.A ese apartamento que está a 50 metros de la cancha de fútbol y a 200 metros de la invasión Brisas de Comuneros; a ese apartamento con una cocina minúscula y por el que entra una luz escasa, con las paredes que se suponen blancas manchadas de suciedad, sin ventanas, ubicado en un barrio que en 2013 contó 22 asesinatos; a ese apartamento en el que empezaron a vivir los ocho jovencitos, el profesor Eduardo lo llama 'la Casa Hogar'.Con ese nombre, el profesor quiere hacer referencia a esos sitios de concentración que tienen grandes equipos de fútbol en los que viven los adolescentes que prometen ser las próximas figuras del deporte y que han llegado a la ciudad desde el Chocó o la costa Atlántica o el Urabá o cualquier otra zona remota y empobrecida del país. En esos sitios los adolescentes duermen en camarotes, tienen las tres comidas diarias, televisión y eventualmente internet, y otras cosas tan elementales como jabón y shampoo en el baño, crema para los dientes, y alguien que les lava y les plancha la ropa.En el apartamento que el profe Eduardo llama 'Casa Hogar', los chicos que llegaron de Buenaventura cocinan a diario sus propia comida - lo que más preparan son plátanos verdes fritos con mucho arroz que mezclan con pedazos de salchichón - lavan sus guayos y sus medias y pantalonetas y camisetas, no tienen televisor o radio, comparten el jabón de baño, no usan shampoo, se reparten los oficios hogareños. De noche en noche, los ocho jovencitos escuchan los disparos de los enfrentamientos entre las pandillas: en esa comuna en donde está El Vallado, las autoridades conocen de 16 pandillas, varias de ellas al servicio de bandas criminales como 'Urabeños' o 'Rastrojos'. Esa misma comuna fue la tercera el año pasado con más homicidios en la ciudad, contó 196 asesinatos. Paradójicamente, cada uno de los chicos que salió de Buenaventura como una medida desesperada para no morir, ha ido comprobando con los días que ese otro barrio dista muy poco de lo que vivieron allá. Si no fuera por las diferencias geográficas y climáticas, ellos no podrían hablar de diferencias entre los barrios en los que crecieron y ese otro barrio que ahora habitan: allí mismo han podido verificar que no pueden transitar por donde quieran, pues hay unos límites que nadie demarca pero que todos conocen. Hace poco, por ejemplo, mientras regresaban de un entrenamiento en un equipo de Primera C al que Eduardo los llevó, cruzaron sin saberlo por la zona conocida como La Colonia Nariñense, un asentamiento irregular al que la Policía tiene poco acceso y que es centro de operación criminal de varias bandas. Dos hombres trataron de robarlos con cuchillos. Los chicos son rápidos, pudieron escapar hacia otro barrio menos peligroso. El destierro y la esperanzaHamilton, a quien sus compañeros llaman Tato, tiene 19 años, es delgado, el cabello corto y denso, de unos crespos indomables; la cara de piel morena coronada por unos ojos pequeños y oscuros que dan la impresión de estar siempre cerrados. Tato juega como volante de contención, se encarga de recuperar balones, de cansar al rival, de asfixiarlo en la mitad de la cancha. En Buenaventura, su familia aún vive en el barrio Miraflores, un barrio de casas sostenidas por palos ennegrecidos por la sal en las márgenes del mar. En la casa viven la madre de Tato, dos hermanas, una de 16 y otra de 12; un hermano mayor que él, y un tío. Tato dice que son demasiados para esa casa minúscula, y sobre todo, son demasiados para la poca comida que llega. En su familia pescar ha sido una herencia: todos saben hacerlo. Cuando era niño, recuerda que perfectamente podían vivir de eso. Pero hace algunos años, las pandillas, la coca, 'los Urabeños', 'la Empresa', las casas de pique, el Gobierno que no hace nada, los gobernantes que se roban el dinero, han hecho casi imposible pescar. “No se puede”, dice. “Porque hay que pagar por lo pescados que se saquen, cobran vacuna, y el que no pague, pues usted ya ha oído lo que le hacen”. En efecto, eso ya se ha oído y no viene al caso recordarlo. Días después de que Tato llegó a Cali, empezó a trabajar en un taller de soldadura, pues uno de sus hermanos que aprendió a usar el soldador le había enseñado en su adolescencia. Pero como Tato quiere ser jugador de fútbol, luego de que empezara a jugar en un equipo de la categoría Primera C, faltó un par de veces al trabajo y fue despedido. Ahora, Tato depende completamente de lo que el profesor Eduardo haga por él, porque no tiene dinero para seguir viviendo en Cali y no quiere regresarse para Buenaventura. Y lo que el profesor puede hacer es poco: les ha conseguido la 'Casa Hogar' y los entrena y los ha contactado con un equipo de Primera C que los ha admitido en sus filas. Pero lo demás, la comida de cada día, los pasajes en bus cuando sean necesarios, debe correr por cuenta de ellos. Algunos reciben dinero que su familia les envía cada una o dos semanas. Tato no. De hecho, Tato intuye que es muy probable que en su casa sus hermanas estén pasando hambre.Pero no pierde la esperanza. Ninguno de esos ocho chicos la pierde. Si se le pregunta a Tato sobre lo que va a hacer, responde con un empeño de hierro: - Jugar, jugar mucho y entrenar. Yo tengo fe, pa Buenaventura solo me devuelvo a dale la casita a mi mamá..., algo bueno va a salir...Todos podrían responder del mismo modo, con la misma fe que conmueve por su fuerza ciega. Al oírlos, al escuchar a esos adolescentes que han viajado a una tierra que no conocen desterrados por la violencia, con la sola fuerza de un sueño en el que nadie les promete nada, uno siente en ellos una especie de heroísmo, uno siente que es esa fuerza y esa determinación la que podrían cambiar el rumbo de todo un país. Eduardo sabe muy bien que lo único que tienen esos ocho muchachos es el fútbol. Sabe que Manuel, que juega como lateral derecho; Jhonatan, que es carrilero izquierdo; Alexis, que es volante, así como Anderson, un volante creativo, y los demás, tienen como única alternativa el fútbol. Pero no son solo ellos. En su escuela, llamada Stronger International, hay cerca de 100 niños y adolescentes que buscan evadir la convulsiones del barrio El Vallado en la cancha de fútbol. Pero las cosas son cada vez más difíciles y estrechas: los balones se acaban rápidamente, así como los conos; los niños no tienen guayos, tampoco uniformes. El profesor se inventa sancochos, rifas, bingos, más rifas y más bingos, para conseguir algo de dinero. Y a pesar de que nada es suficiente, el profe, con una osbtinación y esperanza que recuerdan a Don Quijote, entrena cada día a todos los niños que llegan a su escuela, sin discriminaciones, con la única condición de que cada uno esté dispuesto a aceptar la disciplina y el rigor que el fútbol exige. Entrena sin cansancio. De cuando en cuando, contrariado, piensa en la razón por la cual en un país al que el fútbol le ha dado, al menos en este año, esa profunda alegría de regresar a un Mundial; en un país que es el tercero con más aficionados en toda América Latina, tan poca gente se interese en apoyar ese deporte en serio. Pero no importa. La esperanza es suya, y nadie que no sea él mismo podría romperla. ¿Regreso a Buenaventura?Hace unos días, varios jóvenes de la invasión Brisas de Comuneros llegaron hasta donde el profesor Eduardo para decirle que querían jugar un partido de fútbol. Eduardo les dijo a los ocho de Buenaventura que jugaran con ellos. Los otros, jóvenes que andaban sin camisa, mostrando cicatrices en sus cuerpos, delgados, algo escándalosos, hacían parte de una de las pandillas del barrio El Vallado. Eduardo los conoce a todos, los llama por su nombre, cuenta que uno de ellos está siendo buscado por otra pandilla y que en el bajo mundo ofrecen $2 millones por asesinarlo. Ellos mismos mientras juegan bromean hablando de pistolas, de calibres 38, de balazos y otras cosas. La razón por la cual Eduardo los conoce es que la mayoría de ellos jugó fútbol en su escuela cuando eran niños. Eso se nota: todos saben con el balón, todos usan expresiones como “marcalo por detrás”, “bajala para vos”, “hacé la diagonal”. Paran el balón con el pecho, hacen túneles, la dominan con la rodilla. Casi todos pasaron por la escuela de Eduardo, pero muchos de ellos, cuando tuvieron la oportunidad de salir a otro equipo, no tenían el dinero para el bus, o para los guayos. Así que fueron terminando en las pandillas. Mientras jugaban los jóvenes pandilleros contra los de Buenaventura en esa cancha polvorienta de El Vallado, era como si se configurara poco a poco una trágica alegoría: aquellos jóvenes que provenían de Buenaventura no solo jugaban un partido informal contra otros adolescentes que le dieron una tregua a sus vidas azarosas para dedicarse al fútbol. No. Los de Buenaventura de algún modo se enfrentaban con una de las caras de lo que podría ser su destino. Y ahí estaban, no peleando contra su destino sino buscándolo, construyéndolo ellos mismos, con tamaña esperanza como única arma contra todo lo demás, contra las balas, contra el destierro, contra todo.Al preguntarle a uno de ellos sobre lo que espera del fútbol, dice: -Todo, espero todo, y tengo fe en que va a funcionar. Mucha fe, por eso nos vinimos para acá, porque aquí vamos a tener esa oportunidad. Eso lo respondió uno de ellos. No importa cuál, no importa su nombre. Todos habrían respondido lo mismo.

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