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Las clases de Afrodance, agrupación fundada en 2015 por Marvin Rodríguez, tienen lugar en la caseta que queda al lado del Centro Administrativo Local Integrada de la Comuna 21, oriente de Cali. El bailarín espera abrir una fundación de baile el próximo año en Vallegrande. | Foto: Jaír F. Coll / El País

FARC

La historia del joven reclutado por la Farc que encontró en el baile otra opción de vida

Perdió su niñez cuando fue reclutado a la fuerza por la guerrilla, ahora es profesor de danza urbana.

12 de noviembre de 2019 Por: Jaír F. Coll, reportero de El País

Aunque tuviese los ojos vendados, Marvin sabía que estaba a mar abierto. Seguramente, los otros tres niños, también vendados y con los brazos amarrados detrás de la espalda, ya se habían percatado, pues la lancha iba a unos 200 kilómetros por hora: eso solo es posible a mar abierto.

“¿Qué dirá mi familia? ¿Mi mamá? ¿Y ahora... qué viene para mí? Esas preguntas eran lo único que se me cruzaba por la cabeza”.

Para oír con claridad a Marvin Rodríguez Martínez, de 28 años, hay que aproximarse al menos 30 centímetros, pues a la hora de referir su experiencia como guerrillero de las Farc reclutado a la fuerza cuando era niño, habla como si quisiera reservar su pasado solo para sí mismo o, sencillamente, olvidarse de él para “empezar una nueva vida” como bailarín profesional de danza urbana y afrobeat, género que combina los ritmos del yoruba, jazz, highlife y funk.

“Me llevaron cuando tenía 10 años”, dice. “Éramos cuatro niños que jugábamos fútbol en la calle, en el barrio Lleras de Buenaventura. Yo me entré a la casa un momento para tomar agua, porque en eso llegaron unos hombres armados que vestían de civil”.

“Alcancé a escuchar que a mis amigos les ofrecieron cosas; dinero, creo. No pude escaparme de esos hombres: ya me habían visto. Apenas una mano me agarró de la camiseta, sentí como me apuntaban con el fusil”.

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El dancehall fue el género musical con el que Melissa Castillo Ortiz conoció a Marvin, un género en el que confluyen el reggae, el R&B, la electrónica, entre otros. La joven de 19 años recuerda que vio bailar a Marvin dentro de la caseta que queda al lado del Centro de Atención Local Integrada de la Comuna 21, en el barrio Desepaz, oriente de Cali. La muchacha quedó fascinada con el ritmo que tenía Marvin para hacer los pasos.

Este la invitó a que se uniera a la agrupación de baile Afrodance, fundada por él en 2015. “Al principio, me daba duro, pero él no dejaba de motivarme para que mejorara. Me hizo pulir varios errores, me enseñó a tener más técnica, en especial con el Afrodance”, comenta.

De acuerdo con Melissa, la agrupación, que tiene 13 estudiantes (cuatro mujeres y nueve hombres), ayuda a que los jóvenes se blinden de la delincuencia del barrio Desepaz, en donde hay presencia de fronteras invisibles entre pandillas.

“La agrupación que fundó Marvin le da oportunidades a quienes vivimos en un barrio complicado”, destaca la joven.

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Melissa recuerda que, así como ella desahoga sus emociones en la tarima, sus compañeros y maestro también lo hicieron una vez durante una integración de Afrodance.

La bailarina dice: “Eso ocurrió hace unos meses. Cada uno expresó sus sentimientos, la historia que quisiera contar. Y cuando llegó el turno de Marvin y nos contó por todo lo que había atravesado cuando niño, fue muy duro para él y nosotros, recuerdo que hasta se le salieron las lágrimas. Ahí fue cuando todos lo consolamos para que se reconfortara”.

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La lancha tardó alrededor de 11 horas en llegar a su destino, un paraje boscoso con un asentamiento de casas a medio hacer, no solo habitadas por hombres armados, sino también por al menos 40 niños; el más maduro no tendría más de 14 años. Casi la mitad de los menores estaba contra su voluntad.

Durante el entrenamiento, que tomó un mes, Marvin aprendió a construir explosivos, a armar y desarmar una Ak47, a cocinar para una amplia cantidad de combatientes y a arrastrarse debajo de una estructura de alambre de púas que le cortaban todo el cuerpo. Pero las clases también eran políticas, por lo que a Marvin lo obligaron a memorizar el himno de las Farc y la palabra “camarada”.

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El niño dejó de sentir nostalgia por su casa. Ya no extrañaba jugar fútbol en las calles o molestar a los vecinos con el “tin-tin-corre-corre”. Tampoco sentía que le hiciera falta los eternos regaños de su madre. Marvin dijo adiós a la niñez para acostumbrarse a ser hombre a los 10 años. En consecuencia, abrazó el amor por las armas o más en su caso, el amor a la granada, al estridente ruido de su explosión.

“Terminado el entrenamiento, me llevaron al Chocó, en donde apenas duré tres meses por indisciplinado”, recuerda Marvin, a quien regresaron a Buenaventura para ser miliciano del Frente 51 en el barrio Lleras, el mismo en el que fue sacado a la fuerza de su casa.

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Edwin Rodríguez Klinger, un joven de 22 años reconocido por interpretar la canción ‘Black and White’ de Urban Power, describe la enseñanza de Marvin como una paradoja: “entre pausado y acelerado”. Pausado, porque es meticuloso en la corrección de los pasos de baile, uno por uno en su más minúsculo detalle, y acelerado, por querer ver resultados que garanticen el éxito en las presentaciones y concursos.

“De él he aprendido la disciplina y el ser exigente con la puntalidad, el hecho de que uno debe llegar a los ensayos a la hora que es, así uno esté borracho”, bromea el artista en ciernes.

Edwin dice de Marvin que se trata de una persona amable, echada pa’ lante, lo que no quita que sea alguien muy reservado, “que no entrega su amistad tan fácilmente” y a quien no le gusta hablar de su pasado con casi nadie.

“Si tuviera que describir a Afrodance en una palabra sería una familia de jóvenes que quieren un mejor futuro para sus familias y para sí mismos”, aseguró.

“Unos creían que porque portaban un arma ya eran dueños del mundo, ya eran ¡hombres! Pero ¿y si no la cargan? ¿Ahí qué? Un hombre es el que anda derecho, el que trabaja honradamente, sin matar gente, sin delinquir. Ese es mi pensar ahora”.

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Ya convertido en miliciano (guerrillero vestido de civil), la tarea de Marvin era administrar el armamento de la guerrilla en ese sector.

“Las Farc eran autoridad en el lugar. Ellos imponían su propia ley para castigar a los delincuentes”, explica. “Así pasó con una señora que denunció que a su hija la habían abusado sexualmente, por lo que unos compañeros nuestros le echaron mano al violador y lo desmembraron con una motosierra en plena calle, en frente de todo el mundo. Yo solo me reía”.

Asombrado, le pregunto: “¿Y por qué te rías?”

“No lo sé”, responde. “Hay gente que le pasa eso cuando está nerviosa o tiene miedo, pero no recuerdo por qué reía. Estuve ahí todo el rato hasta que mi mamá (que vivía por la zona) me sacó a rastras”.

Para ese entonces, Marvin, con más o menos 12 años, ya quería desvincularse de las Farc. El asesinato de su hermano mayor, al parecer, a manos de los paramilitares, lo había hastiado de la pesadilla en la que había sido inmiscuido a la fuerza. Una pesadilla cuyo principio mayor de supervivencia consistía en “ser leal a la guerra” y que, entre sus normas de juego, cabía que Marvin nunca se reencontrara con su familia, porque con su visita podía delatarlos a los ojos vigilantes del enemigo, quienes podían tomar violentas represalias “solo para verme sufrir”.

El bailarín profesional deja ver un puchero cada vez que recuerda el asesinato del hermano, un gesto que lo hace ver muchísimo más joven, como si dejara traslucir un niño de extrema sensibilidad y ternura, el polo opuesto a ese preadolescente endurecido por la guerra, un ser que se volvió indiferente al hecho de que “lo mataran o no lo mataran”.

Marvin estima que tendría 14 o 16 años en el momento en el que fueron rodeados por el Ejército “por tierra, aire y mar”.

“Iban decididos. Uno sabía que iban por nosotros vivos o muertos”, asegura. “Aunque no supieran que yo hacía parte del grupo, creo que fui el primero en salir con las manos en alto”.

El Ejército puso a Marvin a disposición de Bienestar Familiar, que se encargó de que terminara su bachiller en uno de sus hogares de paso ubicado a más de 560 kilómetros de Buenaventura: en Bucaramanga.

Acabó sus estudios a los 18 años, edad en la que el antiguo enamoramiento por la granada quedó fulminado por un nuevo descubrimiento: el baile. Marvin no recuerda por qué ni cómo se inclinó precisamente por ese arte, por lo que se limita a decir de forma sucinta: “Solo me gusta y ya”.

Tras establecerse en Cali, en el barrio Desepaz, tardó casi seis años en dominar la danza de su tierra de origen, la del Pacífico, pero también de géneros más contemporáneos, como el afrobeat.

“Quiero enseñarle a la comunidad y con esto no solo hablo de pasos de baile, también de evitar que los recluten en un grupo armado para que no crucen por lo mismo que yo. Mi proyecto para el 2020 es crear una fundación en el barrio Vallegrande en donde cualquier persona pueda aprender cualquier tipo de baile”, asevera el artista, quien fue invitado a participar en la Feria de Cali de este año.

Aunque insiste que no quiere regresar a Buenaventura en lo que le resta de vida, su tierra de nacimiento llega a él, bien sea por medio de ese tiempo que quiere borrar de su memoria, bien sea por el baile de raíces afrodescendientes, que ocupa 12 horas de su tiempo diario.

“¿Es eso posible? ¿12 horas?”, le pregunto.

“Claro, cuando no me ves bailando, hago los pasos en la cabeza”, responde sin exagerar.

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