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Historias de vida que, en silencio, nacen en Aguablanca

Hay quienes creen que allá solo ocurren cosas malas, tiroteos, estruendo fúnebre. Este es un intento por contar algo de lo demás, las otras cosas que también pasan.

9 de marzo de 2014 Por: Jorge Enrique Rojas | Editor Unidad de Crónicas

Hay quienes creen que allá solo ocurren cosas malas, tiroteos, estruendo fúnebre. Este es un intento por contar algo de lo demás, las otras cosas que también pasan.

Esta es una historia que ha sido contada miles de veces. Lo que pasa es que ha sido contada en una ciudad con muy mala memoria, así que también ha sido olvidada miles de veces. La historia, es la historia de algo así como 700.000 sospechosos. Sospechosos usuales. Sospechosos porque sí. Por vivir en un lugar que en la ciudad del olvido aparece dibujado del lado donde se supone que ocurren la mayoría de los peligros conocidos: “Allá, hijo, pasan todas esas cosas horribles que ves en televisión”. “¿En serio mamá? ¿Todo es tan malo por allá?”. “Allá, señor policía, los rateros se fueron corriendo hacia allá”. “¿Hacia allá, señora? Casi siempre corren hacia allá”.En el lugar hacia donde apuntan los dedos, entonces, ocurren otras tantas cosas de las que rara vez el mundo llega a enterarse. Quizás porque las cosas buenas casi nunca suenan. Como el amor y la compasión. Como un beso en la mañana de la mujer que uno ama. Como la bendición de la madre cada vez que cierra la puerta, así como eso, las cosas buenas casi nunca suenan. El estruendo es un asunto que Dios apartó para las otras cosas: la rabia y la incomprensión, que gritan y tiran jarrones contra la pared. La ambición y la venganza y la codicia, que no perdonan y maldicen y amenazan y disparan y matan. Las malas cosas siempre suenan y tienen eco. A veces tan poderoso como para ensordecer a miles, a millones, que ya no alcanzan a escuchar todo lo otro que allá, en ese lugar, también suena.Seguramente por eso debe haber tantos por ahí, tantos y tantos, que no han escuchado que allá hay un hombre, John Jairo Perdomo, 46 años, licenciado en dramaturgia de la Universidad del Valle, que fue capaz de construir un teatro justo ahí donde la fantasía casi siempre había sido exclusividad de bandidos. Un teatro, cuenta él, primero reconocido por el Ministerio de Cultura que por la Alcaldía. “Un teatro donde la gente, para entrar, apenas tiene que llevar un huevo. Y si son dos, dos huevos. O media de azúcar o media de arroz o media de alverja. Una panela si los que van para función son tres. Un atún si el parche es de cuatro”. Uno o dos huevos, justo eso que le ha faltado tantos políticos sordos y sin memoria. Y también ciegos, que no han sabido mirar lo que ocurre en ese lugar de la ciudad. La ciudad, claro, se llama Cali. Y el lugar, Distrito de Aguablanca.De acuerdo con la memoria de Dios en la tierra, allá se juntan tres comunas que agrupan al treinta por ciento de todos los habitantes de esta ciudad. Wikipedia, la voz celestial que sabe todo lo ocurre en el mundo, dice que toda esa gente son en su mayoría “inmigrantes de la violencia o en busca de mejores oportunidades”. Y que la migración comenzó en la década del 70, como consecuencia de los Juegos Panamericanos que en 1971 se hicieron en Cali y del maremoto que sacudió a Tumaco en el 79. Wikipedia también dice que Aguablanca cuenta con muchos líderes comunitarios trabajando para mejorar las condiciones de vida de la gente. Y que ese sector es conocido por su aporte a la industria cultural de Cali y Colombia a través de niños y muchachos que van a representar al país a otros continentes, donde la patria, cubriéndoles el pecho, se exhibe distinta: en pasos de salsa imposibles de imitar por las máquinas, reconocido afuera como el ‘Cali Style’; en malabaristas que ya quisiera el Cirque du Solei; en voces que transforman muerte y exclusión en canciones que empujan a bailar a gente que no sabe nada de eso, ni de muerte ni de exclusión, ni mucho menos de baile.Sin embargo en medio de todo, el registro habla de lo inevitable: “(...) es un sector que se ha visto vulnerado por la violencia de las bandas criminales, principalmente las denominadas Bacrim, como Los Rastrojos, Los Urabeños, La oficina de Envigado y La empresa, con la creación de bandas dedicadas al micro-trafico de drogas, y las Farc, quienes reclutan menores para la guerra”.Al escuchar a John Jairo, sentado en la mitad del teatro que su obstinación tardó nueve años en levantar en el barrio El Poblado, es posible entender que así como ocurre en internet pasa en la vida real y que pese a los esfuerzos por destacar esas otras cosas que en Aguablanca también ocurren, mucha gente suele olvidar aquello para recordar todo lo otro: los muertos en la discoteca, las bandas de extorsionistas, los raponeos, las alcantarillas sin tapas, esos manes que van volando en la moto negra, el miedo del que hablan todos los días, en todas partes, como si eso solo ocurriera allá, allá, solo allá.Porque en medio de la historia de John Jairo hay tramos que confirman la veracidad de la leyenda: aún en estos tiempos existen chicos que deben sacar una dirección del mapa de su fantasía, para poder llenar el cuadrito en la hoja de vida con una referencia que no empuje al evaluador de recursos humanos a devolver el papel con el ceño fruncido: “¿Urbanización Tierra Negra? ¿Dónde es eso? Bueno, cualquier cosa mejor a que venga de Aguablanca”.Esa es la razón, dice John Jairo, por la cual funciona Casa Naranja, que es como se llama su teatro, con capacidad para cuarenta personas sentadas y más de sesenta si la mamá carga al niño: “Porque aunque suene repetido, hay que darles a todos esos pelados de por aquí una oportunidad distinta a la que les tira la vida. Porque los ejemplos que ven todos los días son los del man de la motico que se fue por el otro camino. Y eso no es todo. Yo una vez trabajé en Emcali como conductor. Tenía la responsabilidad, había que pagar cosas. Pero yo soy actor profesional, quería ser actor, soñaba con tener un teatro. Y un día renuncié y me dediqué a intentarlo. Si me lo preguntás, tengo que decirte que ha sido muy duro, muy bravo, sí. Pero he sido feliz haciendo lo que amo, no solo lo que me ha tocado”. Mientras cuenta su historia, John Jairo a veces se ríe a carcajadas. Y su risa es un estruendo. Pero eso solo se escucha allí, en ese teatro construido sobre una casa que le tuvo que pagar dos veces a los bancos para poder salvar la herencia de su mamá.Los sábados en Casa Naranja hay clases de música de 7 a 9 de la mañana. De 8 a 10, teatro. De 10 a 12, zancos. De 2 a 4, circo y danzas. Todo gratis. Y a las 7 siempre una función. Hay noches en las que se presenta un grupo de baile del barrio o la obra de teatro montada por los niños de la clase. Hubo una vez en que padres de familia y abuelos de por ahí se inscribieron en la clase de música y al final ofrecieron un concierto que agotó todas las entradas. Así que esa semana, John Jairo y los siete profesores que lo acompañan en su aventura, tuvieron la alacena llena de huevos y arroz y azúcar y alverja. Pero no siempre pasa igual: hay veces en que a Casa Naranja llegan grupos teatrales de Uruguay o Argentina o México y nadie más allá de algunos vecinos curiosos y de los chicos que van a los cursos, se enteran de eso. La gente del otro lado de la ciudad ni siquiera se dio cuenta cuando Gregory, un miembro de los Albert & Friends Instant Circus de Inglaterra, estuvo viviendo seis meses allí, en los bajos del teatro, mientras dictaba talleres y cursos en la Fundación Circo para Todos. Y fue raro que no se reseñara con letras grandes, así como ocurre en la prensa cuando alguno de esos milagros es descubierto en la mitad menos celebrada de la ciudad. Raro porque lo que pasaba con Gregory era un estruendo: cada que el inglés salía de Casa Naranja para hacer una llamada en las cabinas o a comer algo en la tienda, los peladitos y un pocotón de gente se le pegaban para verlo de cerca mientras hacía cualquier cosa: coger un telefonito o masticar un pedazo de pan caliente. Gregory, alto y blanco como una montaña de nieve, era contemplado como un gigante, visto como una rareza. No solo por ser tan pálido y largo, sino por estar ahí, donde es tan extraño que alguien ponga sus ojos para algo distinto a señalar con el dedo. John Jairo también es alto, con entradas profundas sobre lo que alguna vez tuvo que ser una cabellera negra y ensortijada. Gafas retro. Sonrisa de puntería infalible. Sería imposible no verlo. Pero ha ocurrido. Una y mil veces. Como le ha sucedido a muchos de esos casi 700.000 hombres y mujeres a los que tantas veces les han cerrado la puerta en la cara por vivir donde viven. De acuerdo con una encuesta revelada el año pasado por Cali Cómo vamos, mientras que en comunas como la 22, al sur de la ciudad, el desempleo llegaba entonces apenas al 1,2 por ciento, en las comunas más pobres, como las que componen el Distrito de Aguablanca, la desocupación alcanza más del veinte por ciento.***En el 2007 la Fundación Carvajal, que desde 1961 viene estructurando proyectos para ayudar a transformar las condiciones en que viven muchos de los habitantes de los lugares más pobres de la ciudad, hizo un censo en El Retiro. En esa época encontró que en ese barrio extendido en un kilómetro cuadrado de pavimento, se apretujaban 11.500 personas. Y que la mitad de esas personas eran menores de edad. El conteo detrás del conteo, mostraba números convertidos en ceros. Por esa época El Retiro era uno de los lugares preferidos por reclutadores de bandas, pandillas y mini-carteles para surtir sus filas: cinco pelados que se iban para tal parche, cinco pelados menos para el equipo; los diez que se metieron a tal combo, diez estudiantes menos, diez trabajadores menos, diez hijos menos, diez esposos menos, diez ceros más a la izquierda.Pensando con la gente del barrio en qué hacer para evitar que todos esos chicos siguieran perdiéndose por ahí, fue como nació Golazo, un programa social para darle ocupación a su tiempo libre. Golazo, más allá de un entrenamiento deportivo, es una pequeña representación de la vida que todos los días, desde la cancha y no desde un tablero, enseña lecciones a esos chicos. Porque en Golazo el fútbol también lo juegan las niñas. Y ellas tienen que meter el primer gol de cada primer tiempo. Giovanny Celorio, coordinador deportivo, cree que de esta manera ellos aprenderán de inclusión. Piensa que así es más fácil que un niño entienda la importancia de la mujer, el lugar que debe ocupar no solo en la cancha sino en la vida. Una de las conclusiones del censo fue que además de superpoblación de jóvenes desocupados, uno de los mayores problemas del sector era el machismo. ¿Podrá la construcción de un gol enseñar a construir una mejor sociedad?Hay quienes creen que sí. Hace poco la organización de cooperación internacional Ayuda en Acción empezó a apoyar el proyecto con la esperanza de que en poco tiempo pueda beneficiar a niños y jóvenes de otras orillas de Cali como las zonas de ladera. María Isabel Cerón, directora para Colombia de Ayuda en Acción, dice que su determinación obedeció a un intento por ayudar a conjurar eso que reflejan los números del censo y el miedo de la gente: “(...) Prevenir el reclutamiento por parte de actores ilegales, el consumo de drogas, la violencia”. Desde el 2009 a la fecha, más de mil muchachos se han vinculado a Golazo. A través de la Fundación Carvajal, muchos habitantes del Distrito han logrado capacitarse para convertir sueños en asuntos que ahora pueden tocar con las manos. Así les pasó Maritza Arboleda, Daisy Díaz, Ely Johanna Murillo y Lady Carolina Arango, que después de un curso en aseo y desinfección que tomaron en el 2011, terminaron embarcadas en el disparate de montar una empresa. El disparate, como en algún momento fue calificado por sus maridos y algunos vecinos que no entendían cómo esas mujeres iban a pagar un crédito de 7 millones de pesos, se convirtió en Servicios de Limpieza y Mantenimiento Total, una firma que desde hace dos años se encarga del aseo de almacenes donde venden ropa que al otro lado de Cali aparece solo vistiendo a personas que existen en las revistas y la televisión.Daisy, cuando habla de la importancia de todo eso, no empieza contando de la mejoría de su economía ni de tranquilidades que ahora ella puede refrigerar en su nevera. Daisy, el pelo recogido, aretes dorados, sonrisa luminosa, cuenta que lo mejor de todo, el curso y la empresa andando, es que ahora ella siente que es tenida en cuenta, que existe de otra manera. Y eso mismo lo ha aprendido su hijo. Y de eso se ha contagiado su esposo.Alexander Díaz Montenegro tiene 36 años y una voz tan apacible que lo delata al poco tiempo: una vez quiso ser cura. Pero eso fue hace mucho. Alexander ahora se dedica a otros malabares: es profesor en Circo Teatro Capuchino, una iniciativa que él explica como el lugar donde utilizan la línea del arte para forjar la vida. Aquello está escrito en afiches colgados en el segundo piso de una casa de ventanales inmensos, donde funciona la sede en el barrio Los lagos II. Allí, después de una lucha de más de cinco años, consiguieron enseñar todo lo que una vez habían aprendido de los misioneros suizos que un día llegaron a la parroquia del barrio para evangelizar a través de cursos de clown, danza, equilibrio. De su empeño, empujado por el amor de su esposa, la cómplice que ha tenido siempre, se han beneficiado muchos niños y niñas. Tantos como para no alcanzarlos a contar. Niñas como Angie Bolívar, que va desde los 12 y hoy, a los 16, estudia pedagogía infantil en la universidad porque quiere ser profesora para ayudar a otros que, como ella, creyeron que el futuro era apenas eso tan difuso, tan borroso, tan miedoso, tan ruidoso que se veía a través de la ventana.***En esta historia, al menos en esta que aparece aquí contada, no van a aparecer números de muertos, ni violencia convertida en barras estadísticas. Esta es la historia de personas que tienen nombres y apellidos en vez cifras sobre sus cabezas. Esta la historia de personas cuyo ejemplo merece ser repetido una y mil veces hasta que sea recordado. Esta es la historia de personas como María Senelia Marín, que a los 47 años sostiene a punta de voluntad un comedor que alimenta a 156 niños del barrio Manuela Beltrán.María Senelia, sentada en una banca de madera que más tarde será ocupada por niños que no alcanzan a ser contados por ningún censo, explica que eso a lo que se dedica desde hace ocho años en la calle 105 número 26H-16, cerquita de la cancha, sobre una calle donde la arenilla y el polvo cubren casi todo el cemento, lo hace desde que acabó de criar a sus cuatro hijos y recordó todo el trabajo que tuvo que pasar para levantar esos muchachos. Lo hace por todas las veces que tuvo que ir a pedir en la revueltería que le regalaran el chorizo de piel que quedaba en el suelo luego de que acabaran de pelar las papas. Por todas esas veces en que ella se llevó eso y lo fritó y se lo sirvió a sus hermanitos y se lo comió mintiéndole al ojo, pidiéndole a su incomprensión que no le diera vueltas en las tripas, explicándole que eso no eran cáscaras tiesas y achicharradas sino papas a la francesa.Esta es la historia de tipos como José Edwin Quintero, ese líder comunitario que en El Vergel todos conocen como ‘Cusi’. Es la historia de su lucha por mantener otro comedor con el que hasta el año pasado vendió platos de almuerzo a mil o a quinientos o a lo que cada quien pudiera, para toda esa gente que pocas veces pensaba en comerse una sopa con arroz y banano, todo el mismo día. La visibilización de su lucha, en todo caso, es también la visibilización de lo que ha sido invisible de este lado: a pesar de su esfuerzo, de lo bueno que hacía, de todas las veces que algunos contaron lo que ‘Cusi’ intentaba por la gente, aquello no alcanzó a escucharse lo suficiente como para que alguien le tendiera una mano. ‘Cusi’ solo necesitaba una estufa a gas para que el fogón de leña donde preparaba la comida no siguiera vomitando humo a los salones del Colegio Señor de los Milagros, al otro lado del comedor. Ante las afecciones de los niños, una orden legal impide que ‘Cusi’ siga enciendo el fogón en el mismo lugar. En Casa Naranja, John Jairo Perdomo sonríe a un costado de la tarima. Las luz amarilla de la tarde se mete por una claraboya improvisada en el techo de eternit. Esa -dice señalando la tarima de madera- era de la Cámara de Comercio de Yumbo: la iban a botar y me la regalaron. Esa-dice señalando a una silletería coja, llena de abolladuras y remiendos- me la dio un inglés que compró una casa en San Atonio: la casa tenía un teatro y el gringo quedó encartado. Sobre la tarima está sentado un chico. Se llama Víctor y tiene 13 años. Mide 1.67, calza 42 y su voz es hermosamente incomprensible. Es difícil explicarlo: cuando canta, la música, la melodía, las palabras, el sentimiento, le sale por la boca, pero también por la nariz y las orejas. Víctor canta desde que tiene 5 años y su hermano más pequeño murió ahogado en una piscina. En el entierro, Víctor decidió dedicarle una canción, Amor Eterno. Y desde entonces canta. Canta para ganarse la vida. Canta porque un día quiere ser eso, cantante. Canta porque ama hacerlo y dice que no le gustaría andar por ahí, dando tumbos, sin razón alguna en la vida. Víctor canta aferrado a su voz, como un náufrago que encontró en la mitad del mar un trozo de icopor. En algún momento, a su lado aparece Rubio, otro peladito, más pequeño, de ojos pícaros. Rubio es capaz de hacer lo que quiera: encaramarse en zancos de metro y medio, componer canciones, escribir una obra de teatro. Y al lado está Luz Amparo, profesora de teatro, pelo negro, piernas larguísimas, un piercing en la lengua. En sus brazos está Dimitri, un nene de 20 meses hijo de un chico que creció de ese lado de la ciudad y que ahora viaja en barcos llevando su arte y sus malabares a lugares para los que la fantasía aún no termina de inventar nombres en el mapa. John Jairo los mira mientras habla. Todos ríen en algún momento. Su risa es un estruendo.

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