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15 años después de la masacre del Naya, víctimas intentan sanar las heridas

En Timbío, Cauca, viven 70 familias víctimas de la masacre del Naya. Quince años después muchas heridas han sanado, pero otras quieren reaparecer.

11 de abril de 2016 Por: Yefferson Ospina | Reportero de El País

En Timbío, Cauca, viven 70 familias víctimas de la masacre del Naya. Quince años después muchas heridas han sanado, pero otras quieren reaparecer.

Llovía. Licinia recuerda el día despuntando gris, frío. Tendrían que ser las 6 cuando oyó el primer grito “quédese quieta ahí”, y luego vio al  hombre con su fusil y a los otros entrar hacia los cuartos de la tienda. Todo se debió haber precipitado con cierto vértigo, porque Licinia solo recuerda que momentos después sus tres hijos de 11, 10 y 8 años fueron conducidos junto a ella a uno de los cuartos mientras ellos, los hombres, rompían las bolsas de arroz, las lentejas, estropeaban el aceite, los plátanos, todo. Lea también: Ejército pidió perdón a las víctimas de masacre de El Naya

“Guerrilleros hijue..., los vamos a matar a todos”,  escuchó Licinia. O tal vez las palabras fueron otras, pero con la misma amenaza: los iban a matar. Licinia atendía esa pequeña tienda  que era la primera a la entrada al Naya, en la vereda Patiobonito de Buenos Aires, Cauca, desde hacía 5 años. Junto a su esposo Audilio tenían el propósito de cambiar de vida, irse a vivir a Santander de Quilichao, porque la presencia de la guerrilla era excesiva y, sobre todo, porque los muertos de los últimos meses indicaban que los paramilitares ya estaban por llegar. “Yo sabía que eso iba a ser el infierno”. 

Lo fue. De rodillas, junto a sus tres hijos, viendo hacia la pared, oía los gritos de los paramilitares: “¿Dónde están los cigarrillos?” “Yo no vendo cigarrillos, señor”. “Solo se los vendés a esos de la guerrilla, ¿cierto? Por eso es que los vamos a matar, por guerrilleros”. Fue el 10 de abril de 2001, hace quince años. Tal vez por eso, también por el miedo, Licinia no puede recordar muy bien qué pasó durante las seis horas siguientes, pero sí recuerda que era el mediodía cuando se oyó el primer asesinato.

Afuera de la tienda, que era una pequeña construcción de madera, había mucha más gente: lo sabía porque podía oír murmullos entre los gritos de los paramilitares y podía escuchar una voz recia llamando por nombres: “Cayetano Cruz”. “Soy yo”. Licinia oyó la respuesta y luego la otra voz recia: “usted venga para acá”. Luego los disparos, varias ráfagas, y un llanto muy bajo entre los otros campesinos que estaban afuera. Cayetano, alguacil del cabildo indígena de la vereda Patiobonito, fue el primer hombre asesinado en la masacre del Naya, dice Licinia. Luego fueron asesinados los esposos Suárez junto a sus sobrinos. “Fue el infierno”. Licinia recuerda el sonido de una motosierra. “Era una motosierra, porque yo se las vi cuando llegaron a la tienda”, y también oyó los gritos, que tenían que ser de quienes fueron desmembrados con la máquina. Entonces, al lado de los tres pequeños que también oyeron todo, se desmayó. 

Cuando se recuperó ya estaban cerca del crepúsculo. Ni ella ni los pequeños habían comido nada, pero no tenían hambre. Los sacaron de la casa y los llevaron a ver el cadáver de Cayetano: “así van a quedar si se ponen de sapos”, les dijeron. Era entrada la noche cuando los paramilitares se fueron, pero se llevaron a Audilio, esposo de Licinia. “Acompáñenos a llevar estas mulas hasta el filito de arriba y luego se devuelve”, le dijeron.  Para el día siguiente llegaron a la tienda Luz Mila, hermana de Licinia, con sus hijos, pero Audilio no había regresado. Licinia dejó a sus hijos con Luz Mila y salió en busca de su esposo. Fue en la tarde cuando encontró el cadáver en una espesura de monte. Lo cargó con ayuda de otras personas que buscaban a otros muertos y lo llevó hasta su casa, llorando. Su hermana había hecho un poco de comida para los niños. Licinia bebió un café y  trató de dormir. Al día siguiente, después de enterrar a su Audilio,  después de cavar el hueco y  lanzar la tierra sobre el cadáver con sus manos, huyó con sus hijos y su hermana y sus sobrinos. Durante esa semana, más de 3000 personas habrían de huir y un número que hasta ahora no es claro habrían de morir. 

Sentada en su casa en el cabildo indígena Kitet Kiwe, en Timbío, Cauca, Licinia habla con una elocuencia desbordante. La veo, pequeña, menuda: es la misma mujer que vio los cadáveres, la  que enterró a su  esposo, la que huyó con sus hijos. ¿Cómo es vivir después de atravesar esas oscuridades? “Uno no se pregunta esas cosas. Uno tiene que seguir, mis hijos estaban muy niños, yo no tenía tiempo de llorar, tuve que empezar a ver cómo resolver para ellos”. 

Luego de dos años de vivir junto a la mayor parte de los afectados como desplazada en Corinto, Cauca, dos años en los que tuvo que trabajar como doméstica, cuando pudo, o como ‘rascadora’ de coca, cuanto le tocó; dos años en los que tuvo que ver crecer a sus hijos  en medio de lo improvisado, de los alimentos regalados por los líderes indígenas, de ropas desgastadas y usadas una y otra vez; dos años en los que ella como muchos otros tuvieron que olvidarse de la tierra que dejaron y en los que poco a poco todos  fueron juntando fuerza para reconstruir la matanza, luego de  eso, decidieron denunciar al Estado por haber permitido que todo  sucediera.  Para 2003 el Gobierno, en cumplimiento de una sentencia, compró una finca de 280 hectáreas en zona rural de Timbío en la que 70 familias víctimas de la masacre  que decidieron no regresar al Naya se asentaron. Hubo que empezar de nuevo, talar árboles, hacer un camino, construir casas. No importaba, era la Tierra Prometida. 

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[[nid:525597;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/563x/2016/04/naya-quince-anos.jpg;full;{En el cabildo no hay agua potable. Se espera la construcción del acueducto. Foto: Yefferson Ospina | El País}]]

 Muchos se fueron a vivir a Timba, Valle. Otros a Buenaventura, a Santander de Quilichao,  a Corinto, a Caloto, algunos a Cali. La guerra también son las destrucciones definitivas de los lazos que unen a un hombre con lo que ha constituido su vida: tierra, casa, familia.

La mayor parte decidió regresar al Naya luego de varios años de destierro. Licinia, junto a 70 familias indígenas, decidieron empezar de nuevo. Fundaron el cabildo en la tierra comprada por el Gobierno, construyeron casas, sembraron maíz, fríjoles, café, y algunos pudieron comprar pocas vacas. Eso fue en 2003. Ahora el cabildo es un pequeño caserío de 100 casas con una escuela, un centro comunal y una pequeña plaza central. Viven unas 500 personas que cultivan café, maíz, un poco de fríjoles, algunas frutas, y pastorean vacas. En la escuela enseñan profesores indígenas y todo lo que se haga debe tener la aprobación de la autoridad ancestral. “Cada familia tiene su casa y su solar de tierra. Realmente fue un nuevo comienzo y ahora todo está floreciendo”. El nombre del cabildo, precisamente, quiere decir eso: Kitet Kiwe, en lengua nasa, significa Tierra que Florece.  En la plazoleta del centro del caserío  las familias hicieron un pequeño homenaje a sus muertos. Juntaron piedras en las que escribieron el nombre de cada uno y formaron un círculo. Allí mismo, cada año celebran el ritual sagrado del fuego. Desde ahí pueden verse los cultivos y el río que los alimenta. Corre un viento delgado mientras un grupo de niños sale del colegio. “¿Ustedes sienten que ya las heridas han sanado?”, le pregunto a Licinia. 

No, me contesta de inmediato. Todavía queda la verdad. Durante las audiencias a los paramilitares que ejecutaron la masacre no aceptaron que mataron a muchas personas con motosierras. Tampoco se sabe qué pasó con Manuel Ramos, gobernador del Cabildo del Sinaí, quien luego de denunciar la presencia paramilitar desapareció. Ella, Licinia, aún   ignora por qué varios medios de comunicación dijeron que su esposo, Audilio, era uno de los principales narcotraficantes del Naya y fue mostrado como dado de baja por el Ejército. “Necesitamos que se conozca la verdad, que el país la sepa y que se retracten quienes han dicho falsedades sobre nosotros. Sin la verdad, es como si la humillación continuara”, dice. 

Y el riesgo de otras heridas parece no terminar. Hace quince días Licinia recibió una llamada a su teléfono celular en la que alguien le dijo que sabía por dónde se movía, que sabía en dónde encontrarla, que se cuidara, porque estaba hablando mucho. “Entonces he vuelto a tener mucho miedo. Yo creía que ya podíamos seguir en paz, y vea, como que esta guerra no ha terminado”.

Reparación colectiva para el cabildo El cabildo ya elaboró un proyecto de mejora de la Institución Educativa  y la construcción de un centro de salud, como parte de la reparación colectiva para las víctimas.  “Decidimos no tener indemnizaciones individuales porque eso nos estaba afectando.  Muchas personas que recibieron dinero se lo gastaron rápidamente e incluso algunas tuvieron que ser llevadas al psiquiatra. Nosotros preferimos una indemnización para todo el grupo”, dice Licinia, quien fue gobernadora del cabildo y es una de sus liderezas.

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