Desde hace treinta años, Gabriel Bravo observa casi a diario esta vastedad, este mar de maleza, lápidas y cruces de todos los tamaños que se extiende bajo sus pies. Pero su corazón de armerita solo consigue identificar con nitidez el mismo punto, justo detrás de una ceiba. Era allí donde nacía el barrio Santander. La esquina donde se levantaba la casa blanca que compartió con su hermano, su cuñada, dos sobrinos y otros cuatro parientes hasta la noche del miércoles 13 de noviembre de 1985, cuando la fatalidad entró a su pueblo sin permiso y lo borró del mapa.
Fue desde allí, también, donde comenzó a correr, con sus sobrinos en brazos, sin mirar atrás y en medio de un aguacero bíblico, buscando un punto elevado donde refugiarse. En medio de la premura, recordó una loma cercana, distante unos tres metros sobre el suelo. Eran cerca de las 11:30 de la noche y el mundo se había reducido a las tinieblas, mientras una corriente de lodo caliente y criminal bajaba sin freno desde la cordillera a través del río Lagunilla.
A esas alturas, la avalancha completaba ya ocho horas de marcha imparable y un recorrido de 65 kilómetros —la misma distancia que separa a Cali de Buga— que iba llevándose todo lo que encontraba a su paso. Pero ni Gabriel ni los 26 mil habitantes que tenía Armero se enteraron.
El hombre, por entonces un carpintero de 22 años, solo vino a saberlo con las primeras luces del alba, tras una larguísima madrugada en la que escuchó decenas de lamentos y llamados de auxilio en medio de la oscuridad.
Fue solo en ese momento, seis horas después de habérsele escabullido a la muerte, y parado frente a una gigantesca mancha de barro —salpicada de cadáveres, animales, colchones, neveras— cuando todo en su cabeza empezó a tener sentido: la ceniza pertinaz y la arena que habían tapizado a Armero desde el día anterior y esa nube blanca de dos kilómetros de alto que se divisaba desde el parque central. Después de 69 años de inactividad, el volcán Nevado del Ruiz había despertado.
De las diez personas con las que convivía, sobrevivieron cinco. Y en las cuentas que luego haría con su familia, que se desperdigó por varias regiones del país buscando días mejores, se contaron en 18 los primos y tíos de los que no se volvió a saber nunca.
Es que aún hoy, treinta años después de que Armero desapareciera, la vida de los armeritas consiste en evocar con dolor a sus seres queridos en un área que se extiende por 2400 kilómetros cuadrados, de la que apenas quedó un nombre, cuadras enteras de ruinas y un inmenso camposanto. Un terreno que es testigo mudo de la amargura de quienes sobrevivieron, todos ellos protagonistas de una tragedia anunciada que nunca le interesó al país oficial, que luchaba por apagar los estragos de las llamas caóticas del Palacio de Justicia.
Agachada sobre la lápida simbólica que colocó sobre el terreno que ocupaba la panadería de su familia, Amalia Gil levanta un poco la cabeza y mirando hacia ninguna parte también hace cuentas. Perdió a su mamá, dos hermanos, tres tíos y un bebé de ocho meses que la furia del barro le arrebató de los brazos mientras ella luchaba por alcanzar la copa de un árbol.
Pulverizada por el dolor, cuenta que permaneció en tratamiento por tres años e ingresó seis veces al Hospital Psiquiátrico de Ibagué, acosada por una enfermedad de la que nunca había escuchado hablar: la esquizofrenia.
Treinta años después, y radicada en Guayabal, vereda de Armero que se convirtió en municipio tras la avalancha, la estabilidad de la mujer depende aún de varios medicamentos. Y no pierde la costumbre de visitar lo que quedó de su pueblo con un ramillete de margaritas amarillas, las flores que solía poner en casa Luz Mila, su mamá.
Su ritual es siempre el mismo: ora en silencio y pide por el alma de los seres que el fango se tragó, 23 mil personas, el 94 % de Armero. Y le repite a Dios que guarda todavía la secreta esperanza de que Él a lo mejor les haya concedido la última bendición de no sufrir demasiado mientras Armero se caía a pedazos.
A veces, a su lado, ora Consuelo Ramírez, que sostiene a sus cuatro hijos vendiendo videos piratas con imágenes de la tragedia y las horas de agonía de la niña Omaira Sánchez. Cuando sucedió la avalancha tenía 8 años y vivía en Bogotá. Pero su madre, Luz Mary Tabares, tuvo turno esa noche en ‘la casa de Julia’, un prostíbulo, y el fango la sorprendió desnuda resolviendo, seguro, algún amor de emergencia. “Se salvó, pero todas sus compañeras murieron y ella no volvió a recuperarse emocionalmente. Se entregó al trago y murió a los 56 años de dos tipos de cáncer, uno de hígado y otro que no se quita con quimioterapias: la tristeza”.
Gustavo Mojica, un agricultor que perdió a “Gustavito” —el menor de sus hijos—, tampoco encuentra a veces cómo evitar naufragar en la desolación. “Durante mucho tiempo viví furioso con Dios. Porque además de mi hijo perdí mis cultivos, mi negocio, el sustento honrado con el que sostenía a mi familia. Me costó diez años volver a levantarme, y en los Llanos, a donde me fui porque allá tenía unos primos”.
Es que Armero era para entonces una región agrícola que la Colombia de los 80 llamaba el ‘pueblo blanco’ por las extensas hectáreas sembradas de algodón que eran fáciles de advertir desde el aire. Después de Ibagué y El Espinal, era la tercera zona en importancia del Tolima. Y la gran mayoría de armeritas vivía de esos cultivos de café, sorgo y arroz que acabaron bajo una capa de dos metros del lodo.
Gabriel, el carpintero que tras la tragedia aprendió a ganarse la vida como una suerte de guía del horror, se ha especializado en todos estos años en contar los detalles de esa tragedia anunciada.
“Hubo una semana en la que completamos 12 canecas de 55 galones cada una con partes de cuerpos humanos. Si algún día me preguntan cómo me imagino el fin del mundo, respondería que debe ser así: tropezándose con la muerte a cada paso”.
Hoy, a los turistas que le preguntan por aquel 13 de noviembre —gentes que llegan incluso desde México, España y Argentina— les cuenta que a pesar de que la ceniza lo había cubierto todo, del penetrante olor a azufre y de las alarmas que desde hacía un mes pregonaban los noticieros, la vida en el pueblo permaneció inalterable: los vecinos se reunieron para seguir el partido de Colombia contra Bolivia, el cura dio la misa de seis y recomendó desde el púlpito usar un pañuelo mojado para alivianar la pesadez del ambiente.
“Cuando la noche llegó todo era confusión. Caminábamos una y otra vez hasta el parque a la espera de que llegara una indicación. De que el alcalde o los bomberos dijeran qué hacer. Y eso duele, saber que nuestros familiares habrían podido salvarse”.
Otros escuchaban Radio Armero. Pero los locutores solo repetían lo que para el alcalde y el gobernador parecía una certeza: no iba a ocurrir nada.
Doce horas más tarde, sin embargo, Gabriel se recuerda a sí mismo rescatando cuerpos entre el lodo. Seres marchitos bañados en un barro espeso “tan fuerte, que cuando uno intentaba sacarlos, se quedaba con trozos de piel en la mano. En otros intentos, cuando se trataba de personas a los que la mitad del cuerpo les sobresalía, ocurría algo peor: al jalarlos se partían, literalmente, por la mitad. Luego vine a saber que ese barro tenía ácido sulfúrico, producto del azufre que se mezclaba con el agua caliente que bajó del nevado”.
La historia que escribió en los días que siguieron aún titila en su memoria: jornadas agotadoras en las que, en compañía de otros sobrevivientes, se dedicó a enterrar en fosas comunes partes de cuerpos humanos desperdigados, pues el olor a muerte se hizo insoportable y perros y cerdos comenzaban a encontrar alimentos en esos restos. “Hubo una semana en la que completamos 12 canecas de 55 galones cada una. Si algún día me preguntan cómo me imagino el fin del mundo, respondería que debe ser así: tropezándose con la muerte a cada paso”.
Parado sobre el Museo de la Memoria que se creó sobre las ruinas de Armero para recordar la historia del municipio, Jaime Guzmán, su guía, piensa que la avalancha no fue la única tragedia que acabó con su pueblo natal. “Después llegaría una más devastadora de la que aún no nos recuperamos los que quedamos vivos: la sensación de no tener una patria, de pertenecer a un lugar que ya no está”. Un lugar que después de quedar a merced del lodo caliente, hace 30 años, cedió al frío de la soledad, al frío de la muerte.
Hace 30 años Armero quedó convertido en un mar de lápidas, cruces y casas en ruinas. Es un pueblo fantasma. En medio de esa soledad se adivinan algunas de sus construcciones: el Hospital y la Iglesia de San Lorenzo; el colegio La Sagrada Familia, la ferretería, la heladería y el parque central. Aquí, algunas imágenes que muestran cómo este pueblo, después de quedar a merced del lodo caliente hace 30 años, cedió todo su territorio al frío de la soledad, al frío de la muerte.
Fotografía: Jorge Orozco.
Fue una tragedia apocalíptica. En Colombia no se sabe de un desastre natural de la magnitud de la avalancha que sepultó bajo el lodo a Armero con más de 23.000 de sus 26.000 habitantes, hace ya 30 años.
La mayoría de las edificaciones quedó enterrada en ese mar de lodo, incluida las estaciones de bomberos y de Policía y las sedes de entes gubernamentales. Por ello, pedir socorro y lanzar la alarma nacional fue difícil y demorado.
Los pocos sobrevivientes hablan de un bramido espantoso que escucharon a las 11:30 de la noche de ese 13 de noviembre de 1985. Dos horas antes, 9:30 p.m., habían visto un fogonazo de luz roja sobre el cráter del volcán Arenas, sobre el Nevado del Ruiz, seguido de una lluvia de ceniza y arena. Pero fallaron las alarmas. Nadie tomó precauciones y los armeritas no adivinaron que con esa erupción, grandes bloques de hielo se habían desprendido en lo alto del volcán.
Ese deshielo provocó una enorme creciente, que descendió por el río Lagunilla y con la fuerza de agua embravecida, fue arrastrando con todo lo que encontraba por las empinadas montañas de la cordillera central.
Cuando llegó a Armero, a las 11:30 p.m., era una sopa de lodo, rocas, árboles, ceniza, tierra, todo junto, que fue recogiendo durante los 48 kilómetros que separan al Nevado y Armero. Por eso, a las 10:40 p.m., esa especie de tsunami terrestre sorprendió dormido a la mayoría en ese pueblo, el más próspero del norte del Tolima en esa época.
Solo a las 5:00 a.m. del día siguiente, Leopoldo Guevara, voluntario de la Defensa Civil de Venadillo, población vecina, sobrevoló la zona en su avioneta. Intentó dar aviso. Pero nadie le creyó. Ni el Secretario general de la Presidencia, ni un general, ni dos gurúes del periodismo nacional. Ni siquiera el presidente Belisario Betancur. Cuando el país aún no se reponía de la toma del Palacio de Justicia, nadie quería pensar en otra tragedia de dimensión apocalíptica.
Armero está localizado a 65 kilómetros del volcán La avalancha se deslizó a unos 300 kilómetros por hora. Avalancha de lodo de cuatro metros de altura en esta zona.
En el tercer día de su agonía, la pequeña Omaira Sánchez les preguntó a los hombres que luchaban por sacarla de los escombros qué fecha era. Viernes, le respondieron todos casi en coro. “Ay, caramba, les replicó, hoy era el examen de matemáticas. Voy a perder el año”.
La adolescente de 13 años completaba en ese momento más de 60 horas sumida en el fango y la presión que ejercían los muros de la que había sido su casa, localizada en lo que alguna vez fue el barrio Santander. Bajo sus pies —repetía una y otra vez con serenidad pasmosa— sentía la cabeza de una tía y estaba segura de que muy cerca debían encontrarse su padre y su hermano.
Su lucha por la vida y su esfuerzo por encontrar la risa en medio de la fatalidad quedaron para siempre inmortalizados en la cámara de un reportero de Televisión Española, cuyas imágenes le dieron la vuelta al mundo, y en la pluma de Germán Santamaría, para entonces cronista del diario El Tiempo.
Fue él quien les contó a los colombianos la historia de Omaira Sánchez. El periodista que, gracias a los relatos que publicó en varias entregas, la convirtió en el símbolo cardinal de la tragedia que borró a Armero del mapa. Un símbolo que se haría tan universal que la revista Paris Match la declaró uno de los personajes emblemáticos del Siglo XX. Omaira fue la niña que apagó el volcán.
“Así, con su carita hinchada, hacia las tres de la tarde, Omaira ya estaba perdiendo la alegría para empezar a sumirse en los delirios de la agonía”.
“Después del medio día los ojos de Omaira comenzaron a ponerse rojos. Se le hinchó un poco la cara y sus manos eran muy blancas, aunque ella es una morenita crespa, de cara redonda y de labios gruesos. Así, con su carita hinchada, hacia las tres de la tarde, Omaira ya estaba perdiendo la alegría para empezar a sumirse en los delirios de la agonía”, dice Santamaría en uno de los apartes de su crónica.
El corazón de la chica se apagaría para siempre el sábado 16 de noviembre. Desde entonces, ese lugar donde agonizó se convirtió en un rincón permanente de peregrinaje de gente llegada de todos lados que encontraron en su recuerdo y su imagen a una ‘santa’.
Que lo diga Johanna Andrea, quien asegura tener mucho que agradecerle a Omaira Sánchez. De no haber sido por ella, sostiene, no hubiese llegado a su vida Luis Felipe Agudelo, el taxista que desde hace dos años le está ayudando a sacar adelante a Andrés Felipe y Angélica, los hijos que hasta entonces estaba criando sola. “Un día vine y, en medio de lágrimas, le pedí a la niña Omaira que me mandara a un buen marido. Y me hizo el milagro”.
Y es eso lo que la tiene una noche de miércoles de noviembre, casi a las 7:00 p.m., en las ruinas de Armero, en el que muchos creen fue el punto exacto donde quedó aprisionada por los muros de su casa y dio su último suspiro.
“Suelo venir al menos una vez al mes a la tumba de la niña Omaira. Me siento, converso con ella y le traigo regalos, muñecas, zapatos, pinzas para el cabello y hasta helados porque a los niños les gusta mucho. Y a cambio uno se lleva algo del lugar para poder que el milagro se cumpla”, cree Johanna.
De ese peregrinaje religioso han sido testigos Daniel Mejía y Luz Stella Patiño, un par de esposos dedicados a vender estampitas, velones y escapularios al pie del lugar, una especie de santuario dominado por centenares de placas de mármol en las que personas de todos los rincones de Colombia —desde Leticia, Amazonas, hasta Sabana de Torres, en Norte de Santander— le agradecen a Omaira Sánchez “por los favores recibidos”.
Según Daniel, a Omaira (una estudiante de sexto grado, hija de un cultivador de algodón) se le atribuyen más de 360 milagros: desde amas de casa que aseguran haberse curado de enfermedades hasta empresarios del transporte que juran que lograron salir o salvarse de la ruina económica gracias a ella.
Cierto o no, lo que sí es verdadero es que a diario peregrinan por este lugar unas 150 personas. Y la cifra aumenta al doble cuando se trata de puentes festivos o la Semana Santa. Así que aunque la Iglesia católica aún no la tenga en su santoral, para armeritas y miles de devotos en toda Colombia, Omaira Sánchez ya es una santa.
Se estima que unas 150 personas peregrinan a diario hasta el lugar donde se cree falleció la niña Omaira Sánchez. El santuario está plagado de centenares de pequeñas placas, traídas por gentes de todos los rincones del país, en las que se leen mensajes de agradecimiento por sus milagros.
Fotografía: Jorge Orozco.
Esteban, el muchacho que se hizo médico en Medellín, sabe que su mamá era enfermera, que se llamaba Alba Estela y trabajaba en el vecino pueblo de Venadillo, distante a unos 20 minutos de lo que antes era Armero. La noche del 13 de noviembre, hace exactamente 30 años, la mujer estaba de turno en un centro de salud de esa población.
Madre e hijo no volvieron a verse nunca. Pero desde entonces —esa es la esperanza que ha guardado Esteban en todo este tiempo— él imagina que ambos se han pasado todos estos años buscando un momento de la vida para volver a quererse.
Una mañana, hace doce años, cansado de no saber nada de sus orígenes, Esteban Saldarriaga emprendió el viaje a la semilla y llegó hasta las ruinas de Armero en busca de pistas. Pasó un par de horas recorriendo las pocas casas a las que la avalancha que se desprendió del volcán nevado del Ruiz se permitió la debilidad de no destruir del todo, y dio con el testimonio de Gabriel Bravo, sobreviviente y una suerte de guía turístico de esa noche de horror.
“Treinta años después no sé nada. A mí me adoptó una pareja de médicos de Medellín que nunca pudo tener hijos y que se vinieron como voluntarios para Armero para ayudar con los heridos. Cuentan que yo estaba subido en el techo de una casa, llorando y llamando a mi mamá. Y que tenía, creen ellos, unos dos años”
Fue él quien le aseguró que la mujer por la que preguntaba, su mamá, era la enfermera a los que muchos acudían en Armero cuando necesitaban ser inyectados en casa y que tenía para entonces un trabajo de medio tiempo en Venadillo. Si era la misma por la que Esteban preguntaba, Gabriel estaba seguro de que era la señora de sonrisa franca y figura grácil que vivía a tres cuadras de la iglesia de San Lorenzo. Pero en ese punto exacto hoy solo quedan maleza y algunas cruces desperdigadas.
“Treinta años después no sé nada. A mí me adoptó una pareja de médicos de Medellín que nunca pudo tener hijos y que se vinieron como voluntarios para Armero para ayudar con los heridos. Cuentan que yo estaba subido en el techo de una casa, llorando y llamando a mi mamá. Y que tenía, creen ellos, unos dos años”, relata Esteban.
La única pista que alcanzó a escuchar la pareja en medio de la barbarie, de labios de una señora bañada en lodo que gritaba a pocos metros, era que ese niñito que sostenían en brazos era “el hijo de Alba Estela, el hijo de la enfermera”.
A centenares de kilómetros, en Bogotá, Francisco González, un periodista y literato armerita, ha escuchado cómo se han repetido historias como esta en las últimas tres décadas. Fue él quien en 1995 gestó la fundación Armando Armero, a través de la cual busca el rastro de 263 pequeños que sobrevivieron a la avalancha criminal de la noche de ese 13 de noviembre, pero que fueron entregados en adopción o simplemente acogidos por alguien sin dejar rastro.
Desde entonces sus investigaciones han quedado condensadas en lo que llama ‘el libro blanco’, en donde reposan fotografías, cartas y documentos que le han entregado madres sobrevivientes de Armero, en cuyo corazón palpita la certeza de que sus hijos también siguen vivos.Madres como Claudia Ramírez, que en 1985 terminaba sus estudios de odontología en Bogotá. Cada fin de semana una flota la dejaba en casa de sus padres, que en amorosa complicidad asumieron la tarea de cuidar de su nieto, Andrés Felipe Cubides, para entonces de 5 años, que se pasaba las tardes jugando a ser el Hombre Araña.
La última vez que madre e hijo se abrazaron fue el lunes festivo que antecedió a la tragedia. Enterada por radio de que Armero era un inmenso planchón de lodo, Claudia llegó el 14 de noviembre. Visitó albergues de sobrevivientes y recorrió pueblos enteros del Valle, Tolima y Cundinamarca preguntando aquí y allá, con una foto de su hijo en las manos. Pero la única respuesta fue el silencio.
Quince días más tarde, un familiar aseguró haberlo reconocido en las imágenes de un noticiero. El niño, en cámara, apenas repetía: “Soy Andrés Felipe Cubides y mi mamá es Claudia”. Pero, treinta años más tarde, la madre sigue a la espera del siguiente abrazo.
Francisco ha escuchado pacientemente cada relato. Y en todo este tiempo ha luchado para que se produzcan esos 263 reencuentros, apoyado por el médico genetista Emilio Yunís, quien le ayudó en la creación de un banco de muestras de ADN.
Francisco cree que más que eso es un banco de fe. La que no ha perdido Liliana, quien lo llama desde Sicilia, Italia, hasta donde llegó después de ser adoptada por una pareja de ese país. La fe de Johana Jimena Benavides, también dada en adopción, que sabe únicamente que su madre se llama Erminia Rubio Villalba y, seguro, debe estar esperando por ella en algún lugar del mundo.
La misma fe de Gael Orlando Nieto, hoy de 31 años, que en inglés y desde Noruega, le contó a Francisco que sabe, de labios de sus padres adoptivos, que nació en Armero.
Cada vez que Francisco enumera esas historias se convence de que el Estado se la ha pasado treinta años huyendo de la responsabilidad de no haber protegido a sus niños. “El Estado debería pedir perdón, tal como lo hizo con el caso del Palacio de Justicia. Muchos de esos niños que nunca regresaron a los brazos de sus madres fueron entregados a personas a los que ni siquiera les pedían una cédula”.
Ahora mismo, busca que le permitan revisar los registros de otras sedes del ICBF a donde llegaron niños sin identificación. Lo hace por Esteban, por Claudia, por Gael. Por todos los hijos y madres que siguen aguardando por el siguiente beso, por el siguiente abrazo.
El País desempolvó el archivo fotográfico que retrata el mayor desastre natural sufrido por Colombia hace 30 años. Las imágenes muestran el dolor y la destrucción que dejó la avalancha a su paso por el pueblo más próspero del Tolima en esa época. Las dolorosas escenas se resumieron en: viviendas y cuerpos sepultados bajo el lodo, más las angustiosas labores de rescate que se iniciaron después para encontrar algún sobreviviente.
Semanas después de la avalancha se observaba, desde arriba en inmediaciones de Armero, ganado vacuno aislado condenado a morir de hambre y sed. También a los sobrevivientes caminando sobre el valle desértico buscando el lugar donde posiblemente murieron sus familiares.
Crédito: Archivo de El País y Colprensa.